Josué 10, 13
-Tal vez por esto que contaré, se me tilde de fantasioso,
o de falaz se me acuse. Yo lo vi. Lo viví. Y puedo dar fe:
Un día, el sol se detuvo en mitad de su carrera.-¿Cómo?
–se preguntarán ustedes. Y no solo ustedes. Esa pregunta se la han hecho todos
los que me han oído hablar de este fenómeno. Soy el único sobreviviente de tal
espectáculo; por eso, mi testimonio es valioso y, ante todo, fidedigno.
Fue en la época en que aún no había escritura y Josué
acababa de destruir las murallas de Jericó que, según puedo atestiguar, nunca
existieron: ni las murallas ni la ciudad. Ah, ¿ustedes no sabían eso? ¿Que qué,
entonces, fue lo que destruyó Josué? Otras ciudades, pero no a Jericó, que, en
esa época aún no había sido fundada. ¿Que quién propaló esa mentira? No sé. No
tengo idea. Supongo que los que redactaron los libros sagrados. ¿Con qué
objetivo? ¿Qué voy yo a saber eso? La gente, por defender una idea o una
creencia se vuelve muy pero muy mañosa, y es capaz de lo impensable. Pues, bien,
en lo que estaba: resulta que ese día iba a librarse una gran batalla. Sí, la
misma. La misma y eterna lucha del bien contra el mal. Ambos eran ejércitos
poderosísimos, con armas que la humanidad nunca soñará en tener. Armas
mentales. Basta un deseo y actúan. ¿Me entienden? Por ejemplo, yo quiero
deshacerme de este señor. Simplemente, lo pienso y lo hago desaparecer. Si lo
que deseo es herirlo, me imagino el arma, la acciono y ¡ta! El hombre, herido.
¿Me explico? Al fin. Bueno, pues resulta que los buenos –cuyas armas no eran
nada malas- y los malos –de armamento no muy bueno- pactaron una tregua. ¿A
petición de quién? No, no, no. De los buenos que, como buenos buenos, eran bien
tontos. A ver, díganme ustedes: si tenían tan buen armamento y estaban en posición
de usarlo, ¿para qué treguas; para qué pactos; para qué alianzas? ¿Ah? Pero, su
general, por lucirse, la solicitó. Eso era lo que estaban deseando los malos.
Si rezaran, habría que preguntarles de qué santo se valieron; porque aquello
fue un auténtico milagro.
¿Dónde estábamos? ¿El viaje intergaláctico? ¿Cuál viaje?
¿Ofrecí uno? Uy, qué memoria. Claro, se lo daré. Me lo recuerda después de esta
reunión. No, no se me va a olvidar. Ajá, bueno, ¿qué les decía? Pues yo vengo
desde el pasado; desde la época en que no existía la escritura. Mi nombre no
importa, y estoy castigado –en el sentido etimológico más estricto- obligado a
vivir casto, que eso quiere decir castigado. ¿Han oído hablar del Judío
Errante? No, yo no lo soy; pero si existiera, me le parecería. Vengo desde el
pasado. Mi nombre no importa. ¿Por qué el castigo? Porque en la famosa pelea
del bien contra el mal, precisamente en la tregua solicitada, hubo una
cláusula: “habría tregua, mientras hubiera sol”. Y yo la incumplí o, mejor
dicho, por mi culpa fue incumplida. Miguel, el general de los buenos, el que
pactó, levantó sus manos al cielo y el sol se detuvo. ¿O fue Josué? Bueno, uno
de los dos lo hizo. Mientras los brazos se mantuvieran en alto, el sol no se
movería. Yo era parte de la multitud, una especie de extra, y estaba casi a la
par de él. ¿No saben lo que son los extras? Sí, sí, usted tiene razón, señor. A
cada rato, pierdo el hilo. Si algo le gustaba a Dios en aquella época de los
orígenes, eran los ocasos. Salió a verlo esa tarde, y nada. El sol como si
fuera el mediodía. Llamó a su asistente, y no estaba. Llamó al Ángel del Buen
Consejo, y tampoco. En un rincón, solito, el angelito de la voz aflautada, el
tímido angelito de los desaciertos. Verlo Dios y sentir mareos, fue todo uno.
Y le preguntó:
-¿Sabes qué pasa con el sol?
–No, Su Divinidad.
–Anda a averiguarlo.
Para mi desgracia, el angelito dio conmigo. Qué
criaturita aquella: un cosita así, nervioso, hiperactivo, con sus alitas todas
descuidadas: un alicaído. Un ángel alicaído. Me da risa. Si no fuera tan grave
el asunto, me reiría. Y ¡pum!, da
conmigo de sopetón y mete sus alas en mi nariz. Con los aspavientos que hice,
me fui contra Miguel –o Josué- y, adivinen el resto: Miguel, el angelito y yo
en el suelo. El sol, disparado hacia la cerrada noche. El ejército del mal,
bien abastecido por la tregua, atacó sin previo aviso.
Dios, encolerizado porque no hubo tarde, ni celajes, ni
crepúsculo.
El angelito y yo fuimos castigados. Ambos castigos en
íntima relación. Él no tendrá paz hasta que un día, a la hora del crepúsculo,
coincida conmigo en algún lugar, y logremos entre ambos, un ocaso de celajes
violeta y naranja, los preferidos de Dios. Es decir, ¿cuándo?
A mí, me toca vagar del pasado al presente, del futuro al
pasado, contando siempre esta historia. ¿No me cree? No, no puedo demostrarle
nada. Pero vea mi piel, mi pelo, mi ropa: sin brillo, sin vida, casi
apergaminados. Son las huellas del tiempo. ¿Qué dice? Es que no le oigo bien.
¿Yo, un farsante? Mida sus palabras, joven. Yo no lo obligué a escucharme;
tampoco lo obligo a creerme. ¿Usted sí me cree, señor? ¿No? ¿Qué le vamos a
hacer? Vengo del pasado; de la época de Josué, cuando no había escritura y todo
lo memorizábamos. ¿Que por qué insisto en eso de que no había escritura? Para
demostrar que no consta documento escrito sobre estos hechos. Vengo de la época
en que se hizo una guerra entre el bien el mal, y la ganó el mal. Ahora usted
desea saber lo de “castigado con ser casto”, ¿verdad? Claro, usted lleva toda
la razón: se me impusieron dos penas por una misma falta. O tres: no morir,
contar la misma historia y ser casto. ¿Cuál es más difícil y dolorosa?
No poder morir. La vida en estas condiciones es una
carga, una terrible carga. Lo de “casto” me tiene sin cuidado: bueno ando yo
para amores y cópulas. Pero eso de vivir siempre, Dios mío, es terrible. Y el
mismo Dios lo sabe.
¿Les gustó la historia? ¿Esperaban algo más? ¿Cómo qué?
Sí, es cierto, más emoción, más drama, más misterios develados. Pero, ¿qué le
vamos a hacer? Eso fue lo que pasó y yo no puedo cambiarlo. Tal vez, algún día,
entre las multitudes que frecuento, aparezca el pobre angelito y, por algún
milagro, podamos entre los dos lograr un celaje de colores violetas combinados con naranjas. Entonces,
conoceremos las dulzuras de la muerte.
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