miércoles, 12 de junio de 2013

Por qué el sol se detuvo

Josué 10, 13

-Tal vez por esto que contaré, se me tilde de fantasioso, o de falaz se me acuse. Yo lo vi. Lo viví. Y puedo dar fe:
Un día, el sol se detuvo en mitad de su carrera.-¿Cómo? –se preguntarán ustedes. Y no solo ustedes. Esa pregunta se la han hecho todos los que me han oído hablar de este fenómeno. Soy el único sobreviviente de tal espectáculo; por eso, mi testimonio es valioso y, ante todo, fidedigno.
Fue en la época en que aún no había escritura y Josué acababa de destruir las murallas de Jericó que, según puedo atestiguar, nunca existieron: ni las murallas ni la ciudad. Ah, ¿ustedes no sabían eso? ¿Que qué, entonces, fue lo que destruyó Josué? Otras ciudades, pero no a Jericó, que, en esa época aún no había sido fundada. ¿Que quién propaló esa mentira? No sé. No tengo idea. Supongo que los que redactaron los libros sagrados. ¿Con qué objetivo? ¿Qué voy yo a saber eso? La gente, por defender una idea o una creencia se vuelve muy pero muy mañosa, y es capaz de lo impensable. Pues, bien, en lo que estaba: resulta que ese día iba a librarse una gran batalla. Sí, la misma. La misma y eterna lucha del bien contra el mal. Ambos eran ejércitos poderosísimos, con armas que la humanidad nunca soñará en tener. Armas mentales. Basta un deseo y actúan. ¿Me entienden? Por ejemplo, yo quiero deshacerme de este señor. Simplemente, lo pienso y lo hago desaparecer. Si lo que deseo es herirlo, me imagino el arma, la acciono y ¡ta! El hombre, herido. ¿Me explico? Al fin. Bueno, pues resulta que los buenos –cuyas armas no eran nada malas- y los malos –de armamento no muy bueno- pactaron una tregua. ¿A petición de quién? No, no, no. De los buenos que, como buenos buenos, eran bien tontos. A ver, díganme ustedes: si tenían tan buen armamento y estaban en posición de usarlo, ¿para qué treguas; para qué pactos; para qué alianzas? ¿Ah? Pero, su general, por lucirse, la solicitó. Eso era lo que estaban deseando los malos. Si rezaran, habría que preguntarles de qué santo se valieron; porque aquello fue un auténtico milagro.
¿Dónde estábamos? ¿El viaje intergaláctico? ¿Cuál viaje? ¿Ofrecí uno? Uy, qué memoria. Claro, se lo daré. Me lo recuerda después de esta reunión. No, no se me va a olvidar. Ajá, bueno, ¿qué les decía? Pues yo vengo desde el pasado; desde la época en que no existía la escritura. Mi nombre no importa, y estoy castigado –en el sentido etimológico más estricto- obligado a vivir casto, que eso quiere decir castigado. ¿Han oído hablar del Judío Errante? No, yo no lo soy; pero si existiera, me le parecería. Vengo desde el pasado. Mi nombre no importa. ¿Por qué el castigo? Porque en la famosa pelea del bien contra el mal, precisamente en la tregua solicitada, hubo una cláusula: “habría tregua, mientras hubiera sol”. Y yo la incumplí o, mejor dicho, por mi culpa fue incumplida. Miguel, el general de los buenos, el que pactó, levantó sus manos al cielo y el sol se detuvo. ¿O fue Josué? Bueno, uno de los dos lo hizo. Mientras los brazos se mantuvieran en alto, el sol no se movería. Yo era parte de la multitud, una especie de extra, y estaba casi a la par de él. ¿No saben lo que son los extras? Sí, sí, usted tiene razón, señor. A cada rato, pierdo el hilo. Si algo le gustaba a Dios en aquella época de los orígenes, eran los ocasos. Salió a verlo esa tarde, y nada. El sol como si fuera el mediodía. Llamó a su asistente, y no estaba. Llamó al Ángel del Buen Consejo, y tampoco. En un rincón, solito, el angelito de la voz aflautada, el tímido angelito de los desaciertos. Verlo Dios y sentir mareos, fue todo uno.
Y le preguntó:
-¿Sabes qué pasa con el sol?
–No, Su Divinidad.
–Anda a averiguarlo.
Para mi desgracia, el angelito dio conmigo. Qué criaturita aquella: un cosita así, nervioso, hiperactivo, con sus alitas todas descuidadas: un alicaído. Un ángel alicaído. Me da risa. Si no fuera tan grave el asunto, me reiría. Y ¡pum!,  da conmigo de sopetón y mete sus alas en mi nariz. Con los aspavientos que hice, me fui contra Miguel –o Josué- y, adivinen el resto: Miguel, el angelito y yo en el suelo. El sol, disparado hacia la cerrada noche. El ejército del mal, bien abastecido por la tregua, atacó sin previo aviso.
Dios, encolerizado porque no hubo tarde, ni celajes, ni crepúsculo.
El angelito y yo fuimos castigados. Ambos castigos en íntima relación. Él no tendrá paz hasta que un día, a la hora del crepúsculo, coincida conmigo en algún lugar, y logremos entre ambos, un ocaso de celajes violeta y naranja, los preferidos de Dios. Es decir, ¿cuándo?
A mí, me toca vagar del pasado al presente, del futuro al pasado, contando siempre esta historia. ¿No me cree? No, no puedo demostrarle nada. Pero vea mi piel, mi pelo, mi ropa: sin brillo, sin vida, casi apergaminados. Son las huellas del tiempo. ¿Qué dice? Es que no le oigo bien. ¿Yo, un farsante? Mida sus palabras, joven. Yo no lo obligué a escucharme; tampoco lo obligo a creerme. ¿Usted sí me cree, señor? ¿No? ¿Qué le vamos a hacer? Vengo del pasado; de la época de Josué, cuando no había escritura y todo lo memorizábamos. ¿Que por qué insisto en eso de que no había escritura? Para demostrar que no consta documento escrito sobre estos hechos. Vengo de la época en que se hizo una guerra entre el bien el mal, y la ganó el mal. Ahora usted desea saber lo de “castigado con ser casto”, ¿verdad? Claro, usted lleva toda la razón: se me impusieron dos penas por una misma falta. O tres: no morir, contar la misma historia y ser casto. ¿Cuál es más difícil y dolorosa?
No poder morir. La vida en estas condiciones es una carga, una terrible carga. Lo de “casto” me tiene sin cuidado: bueno ando yo para amores y cópulas. Pero eso de vivir siempre, Dios mío, es terrible. Y el mismo Dios lo sabe.
¿Les gustó la historia? ¿Esperaban algo más? ¿Cómo qué? Sí, es cierto, más emoción, más drama, más misterios develados. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Eso fue lo que pasó y yo no puedo cambiarlo. Tal vez, algún día, entre las multitudes que frecuento, aparezca el pobre angelito y, por algún milagro, podamos entre los dos lograr un celaje de colores  violetas combinados con naranjas. Entonces, conoceremos las dulzuras de la muerte.

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