Como
su entrada a la creación fue tardía, la Muerte
quiso saber sobre la guerra de que tanto hablaban los ángeles, y así se lo hizo saber a Dios.
-Yo
medio había oído algo sobre una sublevación. No le di importancia. Uno de los
defectos de la eternidad es que, para pasar el rato, los ángeles inventan
cuentos y fábulas con el afán de distraerme. Por eso, insisto, creí que era una
de esas cándidas invenciones.
Pero
recibí una nota de Odín Aesir, en la que me convocaba a un concilio
improrrogable en el llano de Idavoll, en Asgard, su amurallada ciudad, pues
presentía que se acercaba Ragnarök, la batalla final contra Loki, y para la que
requería de nuestra ayuda.
El
concilio estaría constituido por todos los dioses del bien.
La
primera en llegar fue Nut, madre de Osiris, seguida de Ishtar.
Cuentan
los que las vieron, de su entrada arrogante y majestuosa.
El
pueblo celta envió a Teutates, su dios bienhechor.
Svárog
se presentó, en medio del griterío de los cosacos, y acompañado por su vecino
Ukko.
Zeus
llegó, del brazo de su erómeno Ganímedes, sin otra pompa que el amor que
los sublimaba.
Yo
fui conducido, junto con mis lugartenientes Lucifer y Miguel, en un carro de fuego,
entre Tronos y Dominaciones, tirado por cuatro caballos: uno rojo, otro negro,
otro blanco y el cuarto tordo, como los que describirá Zacarías en su octava visión.
Alá
y las huríes se trasladaron en camellos,
con la incomprensible serenidad y el ondulante paso de las palmeras y del
desierto.
India,
China y Japón se confederaron, y mandaron a Visnú, Indra y Kamikaze, El Viento Divino.
África
meridional se negó a asistir, aduciendo que sus dioses no estaban en peligro.
Sin embargo, Ogún hizo acto de presencia, pues en las entrañas del murciélago
había intuido malos presagios.
Faltaban
los dioses que siempre inclinaban la balanza: los de Vinlandia que, a
propósito, se retrasaban para causar una fuerte impresión cuando entraban con
sus guerreros, lacayos y trompetas.
Al
llegar, se lucieron. Su delegación impactó: Inti, Sibú, Coatlicue, conocida
como La de la falda de culebras, Ometecutli y Omecihuatl. Además, como
escoltas: Viracocha Pacayacaciq, Quetzalcoatl, Tlaloc y Tezcatlipoca, llamado también
El Espejo Humeante.
Ese
día, Asgard ostentaba la belleza reservada solo para las víctimas destinadas al
sacrificio.
Asgard
caerá, será destruida; y ninguno de nosotros podrá salvarla; aunque estábamos
ahí, según yo, para lograrlo.
-¿Cuál
fue, exactamente, la causa de la guerra?
-Me
es doloroso, muy doloroso, recordarla. Pero usted tiene el derecho de conocer
toda la verdad; pues es un producto indirecto de ella.
Como
le dije, yo creía que era para salvar a Asgard; pero no. Parece que en tanto
esplendor y paz como en los que vivíamos los dioses, no nos habíamos percatado
de que un grupo de revoltosos, seducidos por Belial, quería eliminarnos para
ponerse ellos en nuestros tronos. Muy subrepticiamente, se habían estado
comunicando y haciendo un conteo pormenorizado de sus fortalezas y de nuestras
debilidades.
Del
análisis, concluyeron que la acción les resultaría más fácil de lo pensado, ya
que todos los dioses estábamos acostumbrados a vivir sin ejércitos, ni armas,
ni defensas de ningún tipo.
Supe
entonces, con agónico dolor, que el mal se estaba extendiendo peligrosamente, y
que había que planear la estrategia para
derrotarlo.
-¿Pero
por qué querían destronarlos?
-Por
pura maldad.
-¿Solo
por eso?
-Bueno,
se ha dicho que su objetivo era lograr un trato más justo; menos dioses, y más
acción en pro de las clases celestiales necesitadas que, aparentemente, eran
muchas. Pero de eso no hay pruebas. Es un simple decir. Dígame: ¿ha visto usted
a algún ángel que tenga necesidades?
La
cuestión es que Odín, que siempre ha sido el más avispado de todos los dioses,
tal vez por influencia de sus Valquirias, supo del movimiento. Efectuó algunas
averiguaciones y, preocupado por el sesgo que tomaban los hechos, nos convocó a
reunión.
Yo
no creía que fuera tan grave. Pero Miguel me convenció, pues algo había oído
por ahí. Entonces, decidí asistir. Cuando Miguel se enteró de que Luzbel iría
conmigo, se obstinó en ir él también, haciéndose acompañar de otros ángeles.
Así que, aunque me veía ridículo escoltado por ellos dos, accedí a que fueran.
Yo
siempre pensé que el cosmos lo habíamos hecho con amor y con justicia; que en
él no existiría nunca el mal, y que pasaríamos la eternidad en una dulce contemplación
mutua.
-¿No
es la eternidad una aberración?
-Usted
no anda muy perdida en sus observaciones.
-¿Y?
-Bueno,
ya reunidos, Odín nos dio datos muy precisos del movimiento, y pidió la
formación de un comité central de guerreros. Fueron propuestos Thor, Marte,
Luzbel y Tezcatlipoca, quienes tendrían a su cargo la elaboración de un plan en
tres plazos, con todo lo requerido para triunfar. Yo me sentí orgulloso al ver
a Luzbel, con su gallardía y entereza,
asumir el reto que se le presentaba.
No
pensaba igual Miguel, claro.
Tampoco
Odín, según me enteré en la cena. Odín sabía que el caudillo de los rebelados
era, precisamente, Luzbel, íntimo amigo de Belial, y así me lo hizo saber. Sus
pruebas eran incontrovertibles. No había duda. Mi general me traicionaba, y
Miguel lo sabía. De ahí su insistencia en acompañarme.
Mediante
un magnífico trabajo de espionaje, las Valquirias habían logrado determinar,
rápidamente, quiénes nos eran fieles y quiénes, no.
Por
consejo de Miguel, de Thor y de Tezcatlipoca, no le comuniqué nada a Luzbel,
sino que le permití continuar con sus preparativos bélicos. Llegado el momento,
sería despojado de su rango y puesto en evidencia.
Desenmascararlo,
públicamente, constituiría para mí uno de los dolores más intensos que como
Creador he sentido. Desenmascararlo a
él, al creado con amor, al bienamado.
Pero
tendría que hacerlo. Era mi obligación. Los demás dioses confiaban en mí, y no
podía traicionarlos.
Decidimos
terminar el concilio y esperar el ataque, cada uno en su reino.
La
primera sublevación ocurrió en mis dominios.
En
Meguidó, la Gran Llanura, se formaron los ejércitos; Luzbel a la vanguardia de
ellos; Miguel a mi derecha; yo, en mi trono circular, de capacidad infinita.
Cuando
Luzbel diera la orden de marchar al combate, sus soldados me rodearían y se
apoderarían del cielo rápidamente. Lo que Luzbel nunca sospechó, fue que
nosotros conocíamos de su plan de ataque y de su traición.
Al
lanzar el grito de guerra, detuve el movimiento del sol, para que fuera testigo
de la felonía; invoqué a las estrellas, a los vientos y a las aguas; llamé a
los Serafines, Querubines y Arcángeles, y con mi rayo dividí el ejército: a un
lado, mis ángeles fieles. Al otro, Luzbel y los suyos.
Nunca
fue más oscuro el día ni más terrible la
espera.
Lo
demás ya se sabe. Venció Miguel. Para mi total amargura, Miguel fue el vencedor
y, con su victoria, llegó la derrota a mi corazón.
Dios
calló. La Muerte, prudente como siempre, se refugió en sus dominios, mientras
el horizonte se enlutaba, y la noche acogía en su seno las congojas de un dios
melancólico.
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