Camino a Curubandé
Miércoles 3 de enero de 2007
Nos hemos venido formando, lingüísticamente, de manera tan
fragmentaria, que casi nadie, al escribir o al hablar, se percata de la
influencia que sobre la palabra empleada está ejerciendo una determinada cultura
o una lengua específica. Algo de allá, algo de aquí, algo de más allá y, con
todo ese bagaje, de pronto estamos utilizando a celtas, iberos, griegos,
romanos, árabes, judíos, africanos, chinos, en un hermoso mosaico de unidad en
la diversidad, como ya ha sido anotado.
Por ejemplo, la palabra con que inicio este tema: “camino” es de
origen celta, como “cerveza”, “carro”, “alondra”, “muñeca”, “caballo”. Cierto que ya existían tales términos en
latín; pero provenían de esa mítica lengua prerromana que se habló en la Europa
Central.
Es curioso, asimismo, que una palabra del celta, “camino” y otra
del latín, “vía”, se unan, en una
imprecisa sinonimia, y generen, asimismo, sendos adjetivos sustantivados que,
no obstante su estrecha relación semántica, guardan diferencias entre sí: “caminante”
y “viajero”.
En estos momentos, soy un caminante. No, un viajero.
El caminante va solo a pie; el viajero puede ir motorizado
también.
Por ejemplo: el que iba o va a Compostela en peregrinación, a pie, no es un
viajante, es un caminante. Y mejor: un romero; pero ya este término posee
connotaciones religiosas que no vienen al caso.
Y se habla del “Camino de Santiago”. Nadie dice: “la vía de…, o
el sendero de…, o la ruta de… o la carretera de…, o la calle de Santiago”.
Alguien dijo: “Yo soy el Camino…”, y nos mostró el sendero del
amor, pero el materialismo insano que nos asfixia, nos impide seguirlo.
Ahondando un poco más en el lexema “camino”, ¿cómo tituló Escrivá
de Balaguer su famosa obra? En 1934, en su primera edición, la llamó Consideraciones espirituales; pero, ya
en 1939, en la edición de Valencia, el libro pasó a llamarse Camino, nombre que le da aún más fuerza
expresiva que el anterior, y que ha sido el dolor de cabeza de ateos y
anticlericales.
Digresiones aparte, este es el camino a un pueblo sencillo, casi
perdido en las faldas de un volcán. Y digo “casi”, porque hoy el turismo lo ha
descubierto y lo invade de todas formas. No hace falta, por lo tanto, hacerse
la poética pregunta:
“¿A dónde el camino irá…?”
Es un camino rural. Antes: polvo, huecos, deslaves, guijarros,
piedras… con todas las incomodidades de un camino rural…pero también bello. La
belleza de lo natural, de lo que es: sin artificios ni engaños.
Hoy, es un camino pavimentado, que invita a la velocidad y al
descuido.
El pavimento, de alguna manera, le hace daño. El pavimento es maquillaje,
casi una mortaja.
El camino era blanco, enceguecedoramente, blanco. Dicen los
expertos, que siempre habrá expertos para todo, que esta blancura se debe a la
toba volcánica, expulsada, quién sabe cuántos millones de años hace, desde la
garganta de alguno de estos volcanes que desde aquí diviso, tan serenos, tan
apacibles, tan sumisos, que nadie podría imaginarse el tipo de catástrofe que
causaron por estos contornos.
Hoy, es gris, de un gris opaco y poco atractivo.
Iniciar el camino a este pueblo es ya todo un acontecimiento:
uno deja la Carretera Interamericana, la que desune, más que une, a las
Américas, y se adentra hacia este mundo sencillo, en vías de desaparición.
Por esa carretera, yo hubiera podido llegar a otros muchos
lugares, pero aquí estoy bien. Yo solamente quiero llegar a Curubandé, que es
el pueblito hacia donde conduce este camino.
Para llegar hasta aquí, tuve que dejar mi pueblo natal.
Uno siempre tiene que dar algo a cambio.
El mío, era un pueblo hermoso, también al regazo de una montaña,
no tan esbelta como esta, pero sí, egregia, única.
Un pueblo que dormía entre tres ríos, como lo pregona su nombre,
y que un día despertó al progreso y se convirtió en ciudad, con todos los
inconvenientes propios de esa condición. Un pueblito en que todos nos
conocíamos y nos tratábamos.
Hoy, lejos de él, muy lejos, lo miro con ojos de melancolía y me
parece más hermoso, más entrañable. Por sus calles, veo la figura de mis
abuelos, del siglo antepasado; a mis papás; a muchos que ya no caminan por
ellas, sino que lo hacen de mi corazón a mi cerebro, o “de mi corazón a mis
asuntos”, como lloró el elegíaco Hernández.
Inicio un camino, pero ¿qué es iniciar un camino? Qué de
lucubraciones podría hacer sobre este tema. Quien inicia un camino, se adentra
en un misterio o, para tratar de dilucidarlo, o para formar parte de él. El
iniciado nunca termina su ruta, porque siempre nuevos misterios lo rondan. El
iniciado lo es, porque desea alejarse de los demás, porque quiere ser singular,
porque la oscuridad de lo críptico lo envuelve a cada momento.
En este caso específico, inicio un camino, pero físico,
palpable, con olores y visiones muy concretos y que atrae, precisamente, por lo
que de él se aprehende y se intuye.
Lo primero que llama la atención es la cantidad de encinos que hay a su vera, o “incinos”, como dice la
gente; árboles hermosos, adustos, amplios. Su verdor oscuro da al paisaje
soleado y polvoriento una sensación inigualable de frescura. Su sombra abarca
grandes espacios, refugio natural para el poco ganado que merodea por ahí.
Estos encinos forman parte de una gran mancha que viene del
norte y muere, precisamente, por estos lares. Vaya usted a saber qué fuerzas
mueven tales distribuciones y alcances, y qué consecuencias podría haber para
nuestra especie por alterarlas.
Vense también los madroños, de flores blancas, candidísimas,
como reza su nombre científico, desplegar su belleza sobre los montazales y potreros
ruinosos.
No es el árbol emblemático de Madrid, el del oso, sino una
especie diferente; pero igualmente bella.
Cerca de la hondonada, las enredaderas luchan contra los caraños, cuya sabia cura el mal de próstata; los coyoles, del que
se extrae un licor muy traicionero; los sacanjuches, los aceitunos, por luz, agua y aire y, cuando florecen, estos se
ven recompensados por haber sido su apoyo y su sustento.
En pleno verano, dan su fruto los mangos, los
anonos, los icacos y los marañones, delicias olvidadas en aras de los exóticos
sabores de hoy, globalizados e internacionalizados, para satisfacer el insípido
gusto de los noveleros.
Todo camino que se precie de serlo, tiene un río.
En este caso, es un río de aguas oscuras y medio salvajes que se precipitan por
un cañón de siniestra apariencia. En sus paredes, verticales y rocosas,
esculpieron los indios dibujos de incomprensible interpretación. ¿Letras? ¿Ideogramas?
¿Signos míticos y mágicos? ¿Simples pasatiempos, como los que uno dibuja en la
arena cuando el sol cae hacia otras lejanías?
El ruido del agua, el frescor, la vegetación, la
soledad hacen recordar al gran Fray Luis de León:
“Oh, monte, oh fuente, oh
río,
oh, secreto seguro,
deleitoso,
roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar
tempestüoso”.
Sobran las palabras, ante la expresión prodigiosa
de un clásico de esta envergadura.
El río tiene por nombre “Colorado”, y nace en las
faldas del volcán Rincón de la Vieja. Su cuna es un prodigio de perfección de
la naturaleza: unas débiles nacientes, como hilitos, se desprenden de la pared volcánica y van
cayendo en una especie de hoya que, al llenarse, se precipita hacia la barranca
incierta, con aires de grandeza.
Lo de “Colorado” obedece al mucho barro que
arrastra. Un barro rojo, medio viscoso, utilizado por los indígenas para
vasijas, utensilios e imágenes.
Sobre el río, un puente viejo y maltrecho, sin las
ínfulas de aquellos de estirpe romana que tanta prestancia dan a algunas
ciudades europeas. Pero puente, al fin; tal vez feo, corriente, anodino, mas
cumpliendo su función a cabalidad.
Desde él, uno ve las paredes agrestes y confusas
perderse hacia un vórtice de rocas, espumas y arboledas.
“Nadie se baña dos veces en el mismo río”. Nadie ve
dos veces la misma agua. Nadie sabe lo que piensa el río, aunque lo intuyó el
poeta cantor, Atahualpa Yupanqui:
“-¡Qué
cosa más parecida
son
tu destino y el mío:
andar
cantando y penando
por
esos largos caminos.
Tú
que puedes, vuélvete,
-me
dijo el Río, llorando-.
Los cerros que tanto quieres -me dijo-
allá
te están esperando.”
¿Podría devolverme? Ya no tengo el tiempo para
hacerlo. Ya ni el río ni yo podemos devolvernos. Solo nos resta seguir el
ineluctable destino: él, hacia el mar. Yo hacia la muerte, que debe ser como
otro mar, pero sin playas ni celajes iridiscentes.
¿Quién atraviesa a quién? ¿El camino al río, el río
al camino?
Cuando de él me alejo, una sensación de sequedad me
rodea, de sed, de ahogo, como si nunca más volviera a verlo.
Cerca del camino, se han ido construyendo
albergues, hoy con el comercial nombre de B&B u hotel resort…y el signo de
$, que para los turistas es el icono esperado. Nunca saldrá de ellos el socarrón
ventero con deseos de armar caballero a un iluso, que tanto bien le haría hoy a
este mundo de concreto y plástico.
Nunca habrá en sus corredores fermosas doncellas, como la Tolosa y la Molinera,
dispuestas a prestar sus servicios sin esperar mucho a cambio. Ni correteará
por ahí el pastor Andrés tras las ovejas de su amo, con miedo de que vuelva a
perdérsele alguna.
En la mayoría de los casos: autos de alquiler,
turistas adustos, cansados y llenos de estrés, dormitorios con televisión,
porque no se puede descansar sin el cansado vicio de los noticiarios y
telenovelas, plagas de nuestra modernidad, aire acondicionado y agua caliente.
Que para descansar, lo hago con frío y para asearme, con calor.
Hay hoteles de hoteles, cuya marca estrellada
fijará su precio. Y, si el cansado paseante no puede darse esos lujos, no
faltará un espacio para su tienda de campaña, con lámpara, tele, radio, iPod y
el infaltable celular, que tanto el pobre como el rico tienen derecho a
distracciones y adelantos parecidos, aunque no igual de caros.
Los turistas son extraños: huyen del ruido de la
ciudad, pero llevan ruido a su lugar de descanso. Cuanto más volumen, mejor.
Cuantas más luces, mejor, y mejor si las luces y el ruido se conjugan y juegan
entre sí. Ojalá, si hay Internet cerca, uno de los más exitosos inventos que
sumen cada vez más al usuario en la soledad y en la incomunicación.
Después, el turista volverá a la ciudad más cansado
de como salió, con menos audición y con menos deseo de trabajar.
De noche, el camino se viste de magia. Magia de la
blanca toba; magia de las silenciosas estrellas; magia de los ojos escurridizos
que atisban y que acechan. Las sombras se confunden; se confunden las alargadas
ramas; los mochuelos se encandilan; los detalles se pierden, y la ilusión va
creando un mundo diferente del que palpamos de día.
Sobre él, las constelaciones, las “amplias
constelaciones” de Rivas Groot:
“-Amplias
constelaciones que fulguráis tan lejos,
mirando
hacia La Tierra desde la comba altura,
¿por
qué vuestras miradas de pálidos reflejos,
tan
llenas de tristeza, tan llenas de dulzura?”
Y pareciera que el camino también medita y se
pregunta lo mismo, y un vientecillo ralo trae la respuesta:
“-Nuestro
fulgor es triste,
porque
ha mirado al hombre.
Su
mente y nuestra lumbre
hermanas
son.
Por
siglos de compasión
existe,en astros como en
almas,
la
misma pesadumbre…”
Con luz del sol o sin ella, el camino es siempre
hermoso, melancólico, místico.
Así debe ser el que conduce al más allá, tal vez,
más solitario, más triste, seguramente nublado, opaco, y sin las enormes
arboledas que adornan a este, pero hermoso, lánguidamente hermoso, como la
última luz del ocaso que se diluye en los brazos de la noche.
Muy cerca del camino, había unos hermosos
achotales. Había. Fueron destruidos para dar paso al progreso. Un árbol nunca
podrá competir contra un edificio o contra una cancha o un estacionamiento. En
este y en otros muchos casos, la flora y la fauna tienen que salir perdiendo;
aunque con ellas, la especie humana vaya también perdiendo su hábitat natural.
Además, ya el achote casi no se usa: daba color a nuestra cocina
criolla.
¿Pero y la belleza de este árbol? ¿Su follaje, sus flores, su
fruto? ¿No debería bastarnos la belleza?
No. Hoy, hay que medir primero la utilidad. Si algo es útil,
tiene valor. Lo otro es secundario e intrascendente para efectos comerciales.
El concepto aquel de que lo bello tenía que ser bueno, ya no
cuenta. La estética dando origen a la ética. No. Lo que no se transa en la bolsa de valores…no tiene
valor. Por eso, andamos mal, porque se
ha declarado a la estética inservible y
subordinada a los grupos de presión. E insisto, si no hay estética, no hay
ética. El pensamiento griego sigue vigente: “Lo bueno es bello”: kalós
kai agathós o, en español: bonito y
bueno, que se derivan del mismo étimo.
Entonces, el camino me parece un poco más triste, sin aquellos
árboles que lo adornaban.
Cada vez que se corta un árbol, se mata una ilusión, se
desvanece una esperanza, se deja sin un refugio a los duendes y elfos que
cuidaron de él mientras vigilaban nuestra infancia.
Cerca del camino, casi paralelas a él, las líneas eléctricas,
como para recordarme que el ruralismo no está divorciado de la modernidad.
La electricidad ha venido a ser el corazón de nuestra
civilización, sin la cual esta no podría sobrevivir mucho tiempo. Todos los
artefactos giran en torno a ella. Por eso, un pueblo, aunque perdido en la
montaña, debe poseerla, aunque ello implique renunciar a sus tradiciones y
usanzas que, sin electricidad, debieron haber sido rudas y fatigosas.
No importa que los postes desentonen con el paisaje. Ya uno se
acostumbra a todo eso.
También el camino tiene su fauna: conejos, ostoches, coyotes,
mochuelos, serpientes, ranas, sapos,
tortugas, perezosos, venados, lapas, loros, congos, iguanas, águilas. Muchos de
ellos han muerto y morirán aplastados.
Otros muchos tienen que abandonar el camino, porque la civilización los va
arrinconando y les va diezmando su hábitat o, sencillamente, no pueden convivir
con quien no los ha sabido cuidar.
Pululan, eso sí, los murciélagos, grandes colaboradores de la
polinización y que, según otros expertos, le dan nombre al pueblo: “Curubandé”,
“[lugar donde hay] muchos murciélagos”.
No veo en ellos “la infame turba de nocturnas aves”, sino al ser
asustadizo, ágil, triste, como con vergüenza de ser ambivalente
Pero la mayoría de animales se esconde. Más de una vez, me he
topado con algún venado que, al verme, huye temeroso entre los hierbajos, con
la esperanza, quizá, de nunca más volverme a ver, a mí, miembro de una especie
que ha sido su ancestral enemigo. Y es que el pobre -¿o seré yo, más bien, el
pobre?- no puede distinguir entre quien lo protege y quien le da cacería o lo
desplaza.
Con mi silencio, yo también soy culpable de su extinción.
Él no puede saber que yo también estoy por extinguirme; que no
calzo en la sociedad actual; que me ahogan las poses, el mercantilismo, el
ansia de poder, la falsedad, las luces de la inmerecida fama, el desequilibrio
social, la sociedad VIP, que asquea, pero por la que se mataría más de uno.
Ni el venado, ni el conejo, ni el miedoso ratón puede colegir,
siquiera, que yo soy como ellos y que como ellos, he perdido, no la batalla,
sino la guerra total; que en esta sociedad de consumo e hipocresías, no tengo
cabida ni la tienen tampoco los individuos que como yo aún se extasían ante una
gota de rocío, un celaje o la brisa entre los árboles.
Me correspondió una época de grandes adelantos, sí, y de enormes
injusticias; de culto a la guerra, al poder, al exterminio, y de olvido del
sediento, del oprimido, del menesteroso.
Una época en que el hombre se ufana de haber conquistado el
espacio –una ridícula porción del espacio- a un costo de billones y billones de
dólares, que bien pudieron haber sido puestos al servicio del enfermo y
desvalido. ¿Qué ha ganado la humanidad con los viajes espaciales? Gracias a
ellos, ¿hay menos miseria, más agua, más alimento, menos enfermedades?
Una época en que abundan los megalómanos, los fundamentalistas,
los sedientos de sangre.
Parece que el camino lee mis pensamientos, y se sume en la
melancolía.
Pese a lo corto que es, el camino ha generado historias y
consejas de incierto y acongojante origen.
Una noche de luna llena -no podía haber mejor escenario- un
sabanero, ebrio de amores y guaro, jinete en un ágil caballo, se topó, de pronto,
en una de las vueltas, a un viejo amigo que, pasando de larguito, le decía
adiós con un pañuelo.
Al llegar al pueblo, al amigo lo estaban velando. Había muerto
horas antes, víctima de un rival.
También se aparecía por ahí un peón que se había ahorcado, porque
su amada lo traicionó.
Y una mujer gritaba sus penas entre los peñascos, cada vez que
alguien pasaba por ahí “sucio de besos y de arena”. ¿Celos? ¿Traiciones?
¿Recuerdos de días mejores?
¿Por qué la humanidad se ha empeñado en mantener estas leyendas?
Es quizá uno de los pocos productos de origen antiquísimo que no ha sido
alterado por la modernidad. La gente aún se siente atraída por historias de
aparecidos, brujas, demonios, exorcismos.
El cine ha sabido sacar provecho de esta debilidad, desde vampiros
y dráculas que hicieron gritar de terror a nuestros bisabuelos, hasta las
poseídas de nuestros días que reptan por paredes y pueden darle un giro de 360º
a su cabeza.
Hombres y mujeres lobo, hombres y mujeres vampiro, fantasmas,
poltergeist, zombis.
¿Qué le pasa a esta sociedad del tercer milenio? ¿No era que
solo lo material le interesaba?
Parece que sí, que lo material le interesa y le agrada mucho,
pero tiene un extraño anhelo del más allá, proveniente quizá del inconciente
colectivo, de esa parte de nuestro cerebro que aún se mantiene en la zona
oscura, donde imperan los ritos atávicos e inmemoriales.
Eso, tal vez, explique el ansia de milagros y de curaciones, y
la profusión de estigmas, de aceites, de visiones y elixires mágicos, de lecturas
del tarot y de posos de café…y de embaucadores que, en nombre de una religión,
hasta dicen resucitar muertos.
Los arúspices romanos han sido trocados por telemagos, consultas
por el 900, gurús y ciberbrujas.
Camino, nunca como en este siglo el hombre ha necesitado tanto
de la ayuda sobrenatural. ¡Qué ironía!
Cerca de estos recovecos que guardan con celo a sus fantasmas,
se levanta un montículo en el que muchas veces, muchas, libro en mano, me bebí
todo un atardecer a pequeños sorbos, mientras leía.
¿Qué leía? Los clásicos. Los “mastinazos antiguos”, como el
mismo Cervantes les decía. Los clásicos de Europa y de América, los que con su
esfuerzo y perfección hicieron de mi lengua un medio literario de “capacidad
infinita”, como llama San Diego a la Trinidad en el Trisagio.
Desde Grecia y Roma, pasando por Fernando de Rojas y el
Arcipreste, hasta Borges, Rulfo y García Márquez.
Y de otras lenguas, ¿cómo no leer a Kavafis, Seferis, Calvino, Grass, Mishima, Cioran, Camus, Pamut, Coetzee?
Con ellos, aprendí a pensar, a soñar, a valorar el arte más que
la dura realidad, a evadirme hacia mundos a los que, por tiempo o lugar, me ha
sido vedado ir.
Con ellos, fui apreciando la perfección de una palabra, de una
frase, de una oración, de un párrafo, de un texto: cómo se iban hilvanando
hasta conformar una auténtica joya literaria.
Para ambientar esas solitarias lecturas, que la lectura siempre
será un acto de absoluta soledad, el murmullo del cercano río y de la huidiza
ave caían, suavemente, sobre las páginas amadas y sobre mi cansado corazón de
caminante.
Una novedad ha aparecido, últimamente, en el camino: los
asaltantes. Quizá, como pasan tantos turistas, ellos (los asaltantes) idearon
formas de quitarles sus pertenencias.
Siempre ha habido asaltantes. Recordemos, Camino, el pasaje
aquél del Evangelio, el del Buen Samaritano: “…Bajaba un hombre de Jerusalem a
Jericó y cayó en manos de los ladrones”.
Sí, ladrones siempre ha habido, ¿qué podemos hacer? No sé, pero
mientras hallo una forma ciudadana de combatirlos, me acuerdo del óptimo cuento
de Pedro Antonio de Alarcón, La buenaventura,
cuyo protagonista, Parrón, jefe de una banda de salteadores de caminos es, a la
vez, un valiente y respetado policía.
Quizá la solución tenga que ver con ambos: habrá que infiltrar
policías honestos entre los delincuentes… Quiera Dios que no ocurra como en la
obra Los santos van al infierno, de Gilbert Cebron, en la que los curas
obreros tratan de salvar a la clase trabajadora del comunismo, con resultados
nada positivos.
¿Está enferma nuestra sociedad? ¿Son incurables nuestros males? Delincuencia, drogas, indisciplina, vagancia,
desmotivación, son enfermedades casi mortales para una sociedad que aún no
halla su propio rumbo. ¿Éramos mejores antes? Horacio y Garcilaso dan la
respuesta:
“Laudator
temporis actis”
“Cualquiera
tiempo pasado fue mejor”
Fue mejor, porque lo vemos con los ojos de la nostalgia, de lo
ido, de lo que nunca más volverá.
El gran problema de nuestra sociedad es que, en aras de una
falsa democracia, todo –o casi todo- lo hemos masificado. En educación, por
ejemplo, se sacrifica la calidad por la
cantidad. Y, erróneamente, seguimos creyendo que, cuantas más instituciones
educativas haya, mejor será la educación; que cuantas más clínicas, mejor
salud: cuantos más equipos de futbol, mejor se jugará; cuantos más abogados,
mejor justicia…Y esta masificación se olvida por completo del individuo y del
humanismo, nortes ineludibles de todas nuestras acciones, y de la calidad que
nunca, por ninguna causa, debe ser sacrificada.
El camino tiene otra plaga: las quemas. A veces, horroriza ver
cómo la flora sucumbe ante las llamas, fruto de algún nocivo cazador que, no
contento con depredar, destruye el ecosistema y pone en peligro lo poco de vida
que va quedando a su vera. Un depredador al que no le interesa la contaminación
ambiental, la capa de ozono, el calentamiento del planeta…igual que muchos
nefastos gobiernos del mundo a quienes les importa más lo económico que lo
ecológico.
Ya casi llegamos.
Una cuesta suave, casi con pena de ser cuesta, me anuncia el
pueblito cercano, y el cándido camino, medio azorado, se percata de lo
importante que es, no solo para quienes lo admiramos diariamente, sino para
otros muchos que, sin ocuparse de él, lo recorren de arriba abajo sin mirar la
belleza y la vida que lo circundan, lo que me recuerda la frase de Juan Ruiz de
Alarcón, en La verdad sospechosa:
«Quien vive
sin ser sentido,
quien solo el número aumenta
y hace lo que todos hacen,
¿en qué difiere de bestia?»
Entre los millones que somos, ¿a quién le interesa la belleza,
la ética, la ecología de un sencillo camino? La gente anda apurada por vivir,
por acaparar, por copular.
¿Quién, que no sea un bicho obsoleto como yo, va a tener tiempo
y paciencia para apreciarlo?
Cuando llego a mi destino, el camino aún sigue unos pocos
kilómetros más, hasta unirse al Parque Nacional y perderse en él.
Me imagino que desde la altura a la que llega, debe ver,
sonriente, la distancia recorrida y suspirará, aliviado, de vehículos, personas,
contratiempos y sudores; feliz de descansar lejos de la humanidad, que lo tiene
también al borde de la extinción.
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