Mi
Muerte,
mi
propia Muerte
debiera
serme
familiar,
íntima,
como
yo mismo,
como
mi voz.
Debiera
saber de ella
con
la misma certeza
con
que sé
cuántas
lágrimas les caben a mis ojos
o
cuánto miedo, a mi existencia.
Mi
Muerte...
Debiera
conocer sus gustos
y
exigencias:
me
acompaña desde que fui semilla
y
sólo ella cabe completa
en
mi modesta humanidad de caminante.
Debiera
saber que es
como
suspiro,
como
mirada,
como
éxtasis.
que
acecha,
cautelosa,
signo
de interrogación en la oscuridad,
y
espera, espera, espera,
con
la paciencia del desierto
o la
ansiedad del marino.
Debiera...
simplemente,
debiera...
Ahí
está,
cambiante
e igual,
dispuesta
a todo,
mi
Muerte fiel,
perra
callejera
que
come de mi mano
sin
enseñarme nunca sus dientes,
sin
mostrarme nunca sus garras.
Hacia
el ocaso,
se
va,
no
sé dónde ni a qué,
y
regresa de madrugada
con
hambre de amor en sus pupilas.
Entonces,
echada
a los pies de mi cama,
hace
como que duerme,
indefensa,
pero me está mirando,
sé
que me mira.
Cuenta
mis latidos.
Marca
mis ronquidos.
Descifra
mis sueños.
Calcula
mi distancia.
Se
desliza por mis venas y se aquieta,
paloma
agobiada,
cerca
de mi corazón de caminante.
Mi
Muerte...
Mi
solitaria y mansa muerte,
doncella burlada,
tímida,
casi
inofensiva
o
inofensiva del todo,
espera
por mí,
con
el arrobo del amado
que
lacera el horizonte
por
su amado.
De
día,
tampoco
sé dónde está.
Seguramente,
vaga
por los ralos bosques,
cuenta
las hojas caídas,
reconstruye
los nidos abatidos por el viento,
se
sienta a la orilla del arroyo
o se
tiende,
y
piensa en mí,
su
huidizo enamorado,
con
la devoción de la novia incólume
o la
serenidad del cielo azul.
En
esas largas ausencias,
yo
me creo infinito.
Me
pongo a tejer poemas
y a
bordar relatos
en
los que la describo.
Y
ella lo sabe.
Lo
sabe.
Al
llegar,
busca
afanosa,
y se
ve reflejada
en
el verso sangrante,
descrita
con cariño
en
la frase temblorosa,
dibujada
sin miedos,
pero
incompleta,
siempre
incompleta.
Yo
debiera conocerla bien
y no
la conozco.
Debiera
saber mucho de ella,
y
nada sé.
Siempre
ha estado ahí,
esperándome.
Es
mi única certeza.
No
sé cómo es.
Sólo
la siento.
La
siento y no la veo.
Una
vez,
la
llamé a gritos,
y se
escondió,
y no
durmió conmigo esa madrugada.
Se
fue por ciudades
y
caminos,
y
desparramó su rabia
en
inocentes.
Desde
entonces,
no
llega cuando la llamo
sino,
hembra
al fin,
cuando
ella quiere.
Aunque
la invoque,
no
viene.
No
puede venir.
Ya
está aquí,
clavada,
crucificada
a
mis células,
a mi
médula,
como
injertada.
Se
escuda tras mi nombre,
habla
por mí,
por
mí ve, oye y siente.
Vive
porque vivo.
Somos
uno, indestructible y solidario,
Yo
soy su prolongación.
Ella
es mi razón de ser.
Ambos
nacimos el mismo día
y,
una
tarde de luz,
nos
abrazaremos ambos,
dulcemente,
como
la tierra y el mar,
el
alba y el día,
la
noche y el ocaso.
La
Muerte...
Sus
manos portan el bálsamo del olvido.
Su
fragancia inciensa el sendero del caminante.
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