jueves, 31 de octubre de 2013


Segunda palabra


Mujer,
tu hijo es de cera
y se derritió con el primer beso.

Mujer,
tu hijo no sabe amar,
y llora.

Ahí lo tienes:
no deshoja
dalias ni lilas
en el perfumado ocaso.

Tu hermoso hijo
solo sabe fingir.
Ahí lo tienes:
acobardado por el abrazo,
embrutecido por las caricias…

Llévate a tu hijo
y enséñale que los besos
siempre saben a lágrimas.
Que la noche,
nunca acaba.
Que no ame,
que no aprenda a amar...
terminará crucificado.

 Desde esta orilla de sombras
él ha sido mi luz.
Pero no sabe amar
y ya, a las puertas de lo infinito,
su beso llega tardío y miserable
sobre mis llagado cuerpo.

Ahí lo tienes.
Déjatelo.
Jamás me arrullará la noche
en sus dolientes brazos.

viernes, 28 de junio de 2013

Ocurrencias



1.    Más de un suicida lo es, porque nunca creyó que moriría.

2.    Casualidad es ausencia de previsión.

3.    La historia de América habría sido menos dolorosa, si no hubieran intervenido en ella tantos curas, economistas y abogados.

4.    El juicio de la historia es siempre piadoso. La perspectiva del tiempo, desgraciadamente, disimula todo error y perdona cualquier delito.

5.    La Biblia y El Corán son los libros que más mitos le han impuesto a gran parte de la  humanidad.

6.    Cada vez que veo a alguien de gran belleza, pienso en su vejez, y me congratulo de su humanidad.

7.    La opinión pública no es más que la voz de cuatro poderosos con muchos medios para hacer oír su voz.

8.    Los llamados «observadores», pueden ostentar cualquier virtud menos la objetividad.

9.    No conozco personas más pesimistas que los ecologistas.

10. Las feministas tienen éxito gracias a los hombres.

11. Cuando alguien habla del «imperio de la ley», es porque ésta le dio o le va a dar la razón.

12. El matrimonio es un invento de los poderosos para defender sus intereses.

13. Si la gran mayoría de los que andan predicando La Biblia pusieran en práctica sus enseñanzas, no harían falta  biblias.

14. En todo escéptico, hay un fanático.

15. El genio se reconoce porque no sabe que lo es; pero actúa como lo que es.

16. Quizá la enseñanza más cruel de la vida es percatarse, ya muy tardíamente, de que el amor es una ilusión.

17. El Dios que nos hizo a su imagen y semejanza, nunca se miró a un espejo.

jueves, 20 de junio de 2013

La gran guerra


Como su entrada a la creación fue tardía, la Muerte  quiso saber sobre la guerra de que tanto hablaban los ángeles,  y así se lo hizo saber a Dios.

-Yo medio había oído algo sobre una sublevación. No le di importancia. Uno de los defectos de la eternidad es que, para pasar el rato, los ángeles inventan cuentos y fábulas con el afán de distraerme. Por eso, insisto, creí que era una de esas cándidas invenciones.

Pero recibí una nota de Odín Aesir, en la que me convocaba a un concilio improrrogable en el llano de Idavoll, en Asgard, su amurallada ciudad, pues presentía que se acercaba Ragnarök, la batalla final contra Loki, y para la que requería de nuestra ayuda.

El concilio estaría constituido por todos los dioses del bien.

La primera en llegar fue Nut, madre de Osiris, seguida de Ishtar.

Cuentan los que las vieron, de su entrada arrogante y majestuosa.

El pueblo celta envió a Teutates, su dios bienhechor.

Svárog se presentó, en medio del griterío de los cosacos, y acompañado por su vecino Ukko.

Zeus llegó, del brazo de su erómeno Ganímedes, sin otra pompa que el amor que los sublimaba.

Yo fui conducido, junto con mis lugartenientes Lucifer y Miguel, en un carro de fuego, entre Tronos y Dominaciones, tirado por cuatro caballos: uno rojo, otro negro, otro blanco y el cuarto tordo, como los que describirá Zacarías en su octava visión.

Alá y las huríes se trasladaron en  camellos, con la incomprensible serenidad y el ondulante paso de las palmeras y del desierto.

India, China y Japón se confederaron, y mandaron a Visnú, Indra y Kamikaze, El Viento Divino.

África meridional se negó a asistir, aduciendo que sus dioses no estaban en peligro. Sin embargo, Ogún hizo acto de presencia, pues en las entrañas del murciélago había intuido malos presagios.

Faltaban los dioses que siempre inclinaban la balanza: los de Vinlandia que, a propósito, se retrasaban para causar una fuerte impresión cuando entraban con sus guerreros, lacayos y trompetas.

Al llegar, se lucieron. Su delegación impactó: Inti, Sibú, Coatlicue, conocida como La de la falda de culebras, Ometecutli y Omecihuatl. Además, como escoltas: Viracocha Pacayacaciq, Quetzalcoatl, Tlaloc y Tezcatlipoca, llamado también El Espejo Humeante.

Ese día, Asgard ostentaba la belleza reservada solo para las víctimas destinadas al sacrificio.

Asgard caerá, será destruida; y ninguno de nosotros podrá salvarla; aunque estábamos ahí, según yo, para lograrlo.

-¿Cuál fue, exactamente, la causa de la guerra?

-Me es doloroso, muy doloroso, recordarla. Pero usted tiene el derecho de conocer toda la verdad; pues es un producto indirecto de ella.

Como le dije, yo creía que era para salvar a Asgard; pero no. Parece que en tanto esplendor y paz como en los que vivíamos los dioses, no nos habíamos percatado de que un grupo de revoltosos, seducidos por Belial, quería eliminarnos para ponerse ellos en nuestros tronos. Muy subrepticiamente, se habían estado comunicando y haciendo un conteo pormenorizado de sus fortalezas y de nuestras debilidades.

Del análisis, concluyeron que la acción les resultaría más fácil de lo pensado, ya que todos los dioses estábamos acostumbrados a vivir sin ejércitos, ni armas, ni defensas de ningún tipo.

Supe entonces, con agónico dolor, que el mal se estaba extendiendo peligrosamente, y que había que planear la  estrategia para derrotarlo.

-¿Pero por qué querían destronarlos?

-Por pura maldad.

-¿Solo por eso?

-Bueno, se ha dicho que su objetivo era lograr un trato más justo; menos dioses, y más acción en pro de las clases celestiales necesitadas que, aparentemente, eran muchas. Pero de eso no hay pruebas. Es un simple decir. Dígame: ¿ha visto usted a algún ángel que tenga necesidades?

La cuestión es que Odín, que siempre ha sido el más avispado de todos los dioses, tal vez por influencia de sus Valquirias, supo del movimiento. Efectuó algunas averiguaciones y, preocupado por el sesgo que tomaban los hechos, nos convocó a reunión.

Yo no creía que fuera tan grave. Pero Miguel me convenció, pues algo había oído por ahí. Entonces, decidí asistir. Cuando Miguel se enteró de que Luzbel iría conmigo, se obstinó en ir él también, haciéndose acompañar de otros ángeles. Así que, aunque me veía ridículo escoltado por ellos dos, accedí a que fueran.

Yo siempre pensé que el cosmos lo habíamos hecho con amor y con justicia; que en él no existiría nunca el mal, y que pasaríamos la eternidad en una dulce contemplación mutua.

-¿No es la eternidad una aberración?

-Usted no anda muy perdida en sus observaciones.

-¿Y?

-Bueno, ya reunidos, Odín nos dio datos muy precisos del movimiento, y pidió la formación de un comité central de guerreros. Fueron propuestos Thor, Marte, Luzbel y Tezcatlipoca, quienes tendrían a su cargo la elaboración de un plan en tres plazos, con todo lo requerido para triunfar. Yo me sentí orgulloso al ver a  Luzbel, con su gallardía y entereza, asumir el reto que se le presentaba.

No pensaba igual Miguel, claro.

Tampoco Odín, según me enteré en la cena. Odín sabía que el caudillo de los rebelados era, precisamente, Luzbel, íntimo amigo de Belial, y así me lo hizo saber. Sus pruebas eran incontrovertibles. No había duda. Mi general me traicionaba, y Miguel lo sabía. De ahí su insistencia en acompañarme.

Mediante un magnífico trabajo de espionaje, las Valquirias habían logrado determinar, rápidamente, quiénes nos eran fieles y quiénes, no.

Por consejo de Miguel, de Thor y de Tezcatlipoca, no le comuniqué nada a Luzbel, sino que le permití continuar con sus preparativos bélicos. Llegado el momento, sería despojado de su rango y puesto en evidencia.

Desenmascararlo, públicamente, constituiría para mí uno de los dolores más intensos que como Creador he sentido. Desenmascararlo  a él, al creado con amor, al bienamado.

Pero tendría que hacerlo. Era mi obligación. Los demás dioses confiaban en mí, y no podía traicionarlos.

Decidimos terminar el concilio y esperar el ataque, cada uno en su reino.

La primera sublevación ocurrió en mis dominios.

En Meguidó, la Gran Llanura, se formaron los ejércitos; Luzbel a la vanguardia de ellos; Miguel a mi derecha; yo, en mi trono circular, de capacidad infinita.

Cuando Luzbel diera la orden de marchar al combate, sus soldados me rodearían y se apoderarían del cielo rápidamente. Lo que Luzbel nunca sospechó, fue que nosotros conocíamos de su plan de ataque y de su traición.

Al lanzar el grito de guerra, detuve el movimiento del sol, para que fuera testigo de la felonía; invoqué a las estrellas, a los vientos y a las aguas; llamé a los Serafines, Querubines y Arcángeles, y con mi rayo dividí el ejército: a un lado, mis ángeles fieles. Al otro, Luzbel y los suyos.

Nunca fue más oscuro el día ni más terrible  la espera.

Lo demás ya se sabe. Venció Miguel. Para mi total amargura, Miguel fue el vencedor y, con su victoria, llegó la derrota a mi corazón.

Dios calló. La Muerte, prudente como siempre, se refugió en sus dominios, mientras el horizonte se enlutaba, y la noche acogía en su seno las congojas de un dios melancólico.

miércoles, 12 de junio de 2013

Por qué el sol se detuvo

Josué 10, 13

-Tal vez por esto que contaré, se me tilde de fantasioso, o de falaz se me acuse. Yo lo vi. Lo viví. Y puedo dar fe:
Un día, el sol se detuvo en mitad de su carrera.-¿Cómo? –se preguntarán ustedes. Y no solo ustedes. Esa pregunta se la han hecho todos los que me han oído hablar de este fenómeno. Soy el único sobreviviente de tal espectáculo; por eso, mi testimonio es valioso y, ante todo, fidedigno.
Fue en la época en que aún no había escritura y Josué acababa de destruir las murallas de Jericó que, según puedo atestiguar, nunca existieron: ni las murallas ni la ciudad. Ah, ¿ustedes no sabían eso? ¿Que qué, entonces, fue lo que destruyó Josué? Otras ciudades, pero no a Jericó, que, en esa época aún no había sido fundada. ¿Que quién propaló esa mentira? No sé. No tengo idea. Supongo que los que redactaron los libros sagrados. ¿Con qué objetivo? ¿Qué voy yo a saber eso? La gente, por defender una idea o una creencia se vuelve muy pero muy mañosa, y es capaz de lo impensable. Pues, bien, en lo que estaba: resulta que ese día iba a librarse una gran batalla. Sí, la misma. La misma y eterna lucha del bien contra el mal. Ambos eran ejércitos poderosísimos, con armas que la humanidad nunca soñará en tener. Armas mentales. Basta un deseo y actúan. ¿Me entienden? Por ejemplo, yo quiero deshacerme de este señor. Simplemente, lo pienso y lo hago desaparecer. Si lo que deseo es herirlo, me imagino el arma, la acciono y ¡ta! El hombre, herido. ¿Me explico? Al fin. Bueno, pues resulta que los buenos –cuyas armas no eran nada malas- y los malos –de armamento no muy bueno- pactaron una tregua. ¿A petición de quién? No, no, no. De los buenos que, como buenos buenos, eran bien tontos. A ver, díganme ustedes: si tenían tan buen armamento y estaban en posición de usarlo, ¿para qué treguas; para qué pactos; para qué alianzas? ¿Ah? Pero, su general, por lucirse, la solicitó. Eso era lo que estaban deseando los malos. Si rezaran, habría que preguntarles de qué santo se valieron; porque aquello fue un auténtico milagro.
¿Dónde estábamos? ¿El viaje intergaláctico? ¿Cuál viaje? ¿Ofrecí uno? Uy, qué memoria. Claro, se lo daré. Me lo recuerda después de esta reunión. No, no se me va a olvidar. Ajá, bueno, ¿qué les decía? Pues yo vengo desde el pasado; desde la época en que no existía la escritura. Mi nombre no importa, y estoy castigado –en el sentido etimológico más estricto- obligado a vivir casto, que eso quiere decir castigado. ¿Han oído hablar del Judío Errante? No, yo no lo soy; pero si existiera, me le parecería. Vengo desde el pasado. Mi nombre no importa. ¿Por qué el castigo? Porque en la famosa pelea del bien contra el mal, precisamente en la tregua solicitada, hubo una cláusula: “habría tregua, mientras hubiera sol”. Y yo la incumplí o, mejor dicho, por mi culpa fue incumplida. Miguel, el general de los buenos, el que pactó, levantó sus manos al cielo y el sol se detuvo. ¿O fue Josué? Bueno, uno de los dos lo hizo. Mientras los brazos se mantuvieran en alto, el sol no se movería. Yo era parte de la multitud, una especie de extra, y estaba casi a la par de él. ¿No saben lo que son los extras? Sí, sí, usted tiene razón, señor. A cada rato, pierdo el hilo. Si algo le gustaba a Dios en aquella época de los orígenes, eran los ocasos. Salió a verlo esa tarde, y nada. El sol como si fuera el mediodía. Llamó a su asistente, y no estaba. Llamó al Ángel del Buen Consejo, y tampoco. En un rincón, solito, el angelito de la voz aflautada, el tímido angelito de los desaciertos. Verlo Dios y sentir mareos, fue todo uno.
Y le preguntó:
-¿Sabes qué pasa con el sol?
–No, Su Divinidad.
–Anda a averiguarlo.
Para mi desgracia, el angelito dio conmigo. Qué criaturita aquella: un cosita así, nervioso, hiperactivo, con sus alitas todas descuidadas: un alicaído. Un ángel alicaído. Me da risa. Si no fuera tan grave el asunto, me reiría. Y ¡pum!,  da conmigo de sopetón y mete sus alas en mi nariz. Con los aspavientos que hice, me fui contra Miguel –o Josué- y, adivinen el resto: Miguel, el angelito y yo en el suelo. El sol, disparado hacia la cerrada noche. El ejército del mal, bien abastecido por la tregua, atacó sin previo aviso.
Dios, encolerizado porque no hubo tarde, ni celajes, ni crepúsculo.
El angelito y yo fuimos castigados. Ambos castigos en íntima relación. Él no tendrá paz hasta que un día, a la hora del crepúsculo, coincida conmigo en algún lugar, y logremos entre ambos, un ocaso de celajes violeta y naranja, los preferidos de Dios. Es decir, ¿cuándo?
A mí, me toca vagar del pasado al presente, del futuro al pasado, contando siempre esta historia. ¿No me cree? No, no puedo demostrarle nada. Pero vea mi piel, mi pelo, mi ropa: sin brillo, sin vida, casi apergaminados. Son las huellas del tiempo. ¿Qué dice? Es que no le oigo bien. ¿Yo, un farsante? Mida sus palabras, joven. Yo no lo obligué a escucharme; tampoco lo obligo a creerme. ¿Usted sí me cree, señor? ¿No? ¿Qué le vamos a hacer? Vengo del pasado; de la época de Josué, cuando no había escritura y todo lo memorizábamos. ¿Que por qué insisto en eso de que no había escritura? Para demostrar que no consta documento escrito sobre estos hechos. Vengo de la época en que se hizo una guerra entre el bien el mal, y la ganó el mal. Ahora usted desea saber lo de “castigado con ser casto”, ¿verdad? Claro, usted lleva toda la razón: se me impusieron dos penas por una misma falta. O tres: no morir, contar la misma historia y ser casto. ¿Cuál es más difícil y dolorosa?
No poder morir. La vida en estas condiciones es una carga, una terrible carga. Lo de “casto” me tiene sin cuidado: bueno ando yo para amores y cópulas. Pero eso de vivir siempre, Dios mío, es terrible. Y el mismo Dios lo sabe.
¿Les gustó la historia? ¿Esperaban algo más? ¿Cómo qué? Sí, es cierto, más emoción, más drama, más misterios develados. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Eso fue lo que pasó y yo no puedo cambiarlo. Tal vez, algún día, entre las multitudes que frecuento, aparezca el pobre angelito y, por algún milagro, podamos entre los dos lograr un celaje de colores  violetas combinados con naranjas. Entonces, conoceremos las dulzuras de la muerte.

sábado, 8 de junio de 2013

Abel y Caín


-De esto que te voy a contar, fui testigo directa o testiga, como dirán un día las feministas.
Así comenzó la Muerte su relato sobre los dos hermanos.
-Resulta que todo se debió a una mujer. Y fue un fenomenal enredo de suegras, cuñados, amantes y vecinos; pero, fundamentalmente, una mujer. Ella vivía al frente de su casa. Y ambos le llevaban regalos. Caín: verduras, frutas, legumbres. Abel: conejos, jabalíes, venados.
Un día, el padre de ella, queriendo que la situación se definiera cuanto antes, llamó a Caín y le dijo:
-Bueno, es hora de ir pensando en el matrimonio.
Caín, respetuoso y sumiso, repuso:
-Como usted ordene, señor.
Abel, por lo contrario, se sublevó:
-¿Qué es, que está aburrido de la carne que le traigo?
-No, no, Abel. Es que ya es hora de ir desposando a mi hija.
-Y claro, usted prefiere a Caín.
-A mí, me es indiferente uno u otro.
-Qué va. Yo sé que usted es vegetariano. Vea, don, yo no he pensado aún en casarme. Así que quédese con su hija y que le aproveche.
Unos vecinos oyeron la conversación, y como te lo cuento, me lo contaron.
Cuando Caín llamó a Abel para definir el mentado asuntito, éste le dijo que la muchacha no le interesaba. Que se quedara con ella.
Más feliz que nunca, Caín fue a casa de sus suegros y les dio la noticia de que él sería el yerno.    
La boda se programó para el cumpleaños de Eva.
Nunca había visto a la Muerte como narradora. Era insuperable. Flexionaba la voz de acuerdo con las circunstancias. Gesticulaba. Hacía muecas. Caminaba. Se sentaba. Susurraba. Era todo un deleite escucharla.
-Pero resulta que Eva tenía como tres fechas de celebración. Una, la que Adán decía. Otra, la que ella argumentaba. Y la tercera, la que constaba en el Libro de la Vida, donde se anotan los acontecimientos importantes.
Otro problema era el del rito que se utilizaría para el matrimonio.
El suegro quería algo pomposo, según el rito judío. La suegra, el mazdeísta. Eva opinaba que debían casarse en el Paraíso, con el Ángel como testigo, y de acuerdo con los rituales vigentes. Adán estaba callado. No lo dejaban hablar. Lo mismo les pasaba a los novios.
Al final, se acordó una ceremonia sencilla, con Abel como testigo y el Ángel como padrino.
Nadie se imaginaba las torvas ideas del cazador.
La noche de bodas, en media celebración, Abel llamó a Caín...
Ninguno vio la pelea entre los dos hermanos. Debió haber sido feroz y sangrienta.
En un charco, el cadáver de Abel, con la cabeza partida de lado a lado. Cerca de él, el de Caín, con un cuchillo en medio corazón. Entre ambos, una quijada de burro y un enorme puñal de obsidiana.
Parecía que uno no podía ser el asesino del otro.
La nueva viuda le hacía segunda a Eva en los alaridos.
Adán, en un rincón, garabateaba en el suelo.
El único que no se veía triste, aunque hacía lo imposible por parecerlo, era Set, el hijo menor, a quien, por ley, le tocarían la herencia toda y la hermosa viuda que ya comenzaba a mirarlo de reojo, entre gritos y llantos.
En este pasaje, la Muerte se sonrió y me preguntó:
-¿Quién crees que fue el asesino?
-Puede ser cualquiera: Abel mata a Caín. Llega Adán o Set o el suegro y, a su vez, mata a Abel. O a la inversa: Caín mata a Abel...O a los dos los mata otro.
-¿Cuál otro? Nunca adivinarías. El asesino fue el padrino de bodas.
-¿El Ángel del Paraíso?
-Ése.
-¿Por qué?
-Por amor. El Ángel se había enamorado de la misma mujer. Y Luzbel le aconsejó deshacerse de los hermanos para disfrutarla libremente.
-Pero me imagino que la mujer lo rechazó.
-No. Al principio te dije que era “un fenomenal enredo de suegras, cuñados, amantes y vecinos”. Pues eso fue. Ella aceptó al Ángel con suma complacencia, y de ellos surgió la raza de los gigantes.     
Ya ves, toda la vida juzgando al pobre Caín y, él fue, si se quiere, la primera víctima inocente de la Creación.
-¿Y Set?
-Nada se supo de él...Como que no le gustaban las mujeres y se fue con unos amigos a Sodoma, a probar suerte a esa ciudad tan propicia para sus gustos e inclinaciones.

domingo, 2 de junio de 2013

El parto


-Vea, yo soy un hombre creyente; pero no creyencero(1).  Así que juzgue usted esto que le voy a contar.

Mi compañera estaba embarazada. Ya casi iba a cumplir los 9 meses, y yo no me alejaba de ella, porque le daban mareos y a veces se ponía muy mal. Pero un día, se me acabó el alimento de los perros y tuve que bajar al pueblo.

Para que no se quedara muy sola en la finca, solté a dos de las perras grandes y las dejé con ella.

Hice las vueltas rapidísimo, pero, al regresar,  se me desinfló una llanta y perdí como media hora.

Cuando llegué a la casa, un silencio absoluto reinaba en el ambiente.

La llamé y solo las perras salieron corriendo a recibirme. Ambas tenían el hocico y las patas con sangre, con mucha sangre.

El corazón no me latía: iba en una vertiginosa e incontrolable  carrera.

¡Virgen Santa!

Llamé…Solo “el silencio me respondió”.

Me decidí y de un solo salto entré al cuarto. Ahí estaba ella, tirada en el suelo, las piernas entreabiertas, sangrando, sin conocimiento.

¡Dios mío!

Y en la cama, semicubierto por una cobija y con huellas de patas y de babas de las perras, el bebé.

Cuando el médico la estabilizó  y revisó bien al niño, me dijo:

-¿Cómo hizo su esposa para mejorarse si había perdido el sentido? ¿Y cómo acató a cortar el ombligo con los dientes?

-¿Con los dientes?

-Sí, vea las marcas. Son de dientes y, por lo visto, muy afilados.

(1) En su Nuevo diccionario de costarriqueñismos, Quesada escribe "creyensero".

viernes, 31 de mayo de 2013

El coyote

El coyote
Pese a las advertencias de unos conocidos, me empeñé en adquirir y criar un coyote.

Qué noble animal y qué inteligencia la suya; no se me apartaba; trataba de complacerme con sus aullidos y su presencia. Si presentía a un intruso, se erizaba, se arqueaba, veía a ver si yo estaba en peligro, y se lanzaba al ataque.

Qué noble animal.

Me habían dicho que no lo criara porque, una vez alcanzados los 7 años, el animal trataría de matarme. En la ocasión menos sospechada, me despedazaría.

¿Matarme esa criaturita tan adorable, que vivía solo para mí y por mí?

Lo adiestré cuanto pude, aunque era muy poco lo que yo podía enseñarle. Él había nacido para la caza, el peligro, el juego, la victoria.

Siempre que podía, me quedaba viéndolo, a ver si notaba en él un solo rastro de ese instinto asesino que me fue predicho.

Lo veía, de día y de noche, en la luz y a la sombra, en reposo o activo, y no. Lo habían calumniado miserablemente, como ocurrió con el lobo, con la serpiente, con el cuervo.

No quise ponerle nombre para no ponerle límites. Un nombre es un cerco que se construye alrededor del sustantivo y lo anquilosa. Por eso, lo dejé así, como me lo trajo el jornalero que lo encontró en una perdida cueva: sin nombre.

Y no lo necesitaba. Con un silbido o un batir de palmas, llegaba veloz, dispuesto a servirme.

Dormía en mi cuarto, comía en mi mesa.

A veces pienso que era mi otro yo, el que tanto he querido conocer y que se me ha escapado apenas lo he intuido en una calle, en un parque o en el claro de un bosque.

En más de una ocasión, lo llevé a acampar a la montaña o al río. Era más seguro que tener un rifle: ahí nadie se acercaba.

Y cumplió los 7 años. Era todo un animal modelo. Qué porte. Qué alcurnia. De fijo, venía de los mitos y de las leyendas indígenas, fiel amigo del colibrí, del puma y de la serpiente emplumada.

Mi canis latrans -se hubiera ofendido de haber conocido su nombre científico- adquirió, a esa edad, más fuerza y determinación. Con qué maestría perseguía a sus presas y con  qué gallardía las mataba.

¿Me pasaría eso a mí?

Y ocurrió. Un día, a los 6 meses de haber cumplido los 7 años, lo vi distinto: alejado, huraño, gruñón. Ya no me veía a los ojos directamente, como lo hizo durante tanto tiempo. Ahora, su mirada se iba por otros rincones y tras ella se iba él.

Entonces, preparé una acampada en el río para esa noche. Quería probarlo y probarme. Llevé, por si acaso, mi rifle.

Me siguió como indeciso y sin ganas. Preparé la tienda y encendí la hoguera, porque hacía frío y ya oscurecía.

No quiso comer.

Y, pese al frío, fue y se sumergió en el agua y, bien empapado, se acercó a las llamas y se sacudió.

Yo observaba.

El viaje al río lo hizo como 4 veces. En la última sacudida, la hoguera se apagó y entonces acaté. Mi coyote quería la oscuridad total, seguro para atacarme mejor.

Al fin y al cabo, su instinto asesino se activaba siempre de noche.

Traté de alcanzar el rifle, pero él llegó  primero.

Y oí la detonación y vi en la penumbra su cuerpo caer.

Me le acerqué y ya agonizante, me lamió las manos y me miró con dulzura como diciéndome: solo matándome, no te mataría.

¿Cómo hizo para hacerlo? ¿Por qué en la oscuridad? ¿Para que yo no lo viera? ¿Por qué no fui más valiente y me disparé para haberlo seguido por ese camino que debe ahora recorrer, ya libre, por los desiertos salvajes de la eternidad?

miércoles, 29 de mayo de 2013

Muerte de sombras


Mi Muerte,
mi propia Muerte
debiera serme
familiar,
íntima,
como yo mismo,
como mi voz.
 
Debiera saber de ella
con la misma certeza
con que sé
cuántas lágrimas les caben a mis ojos
o cuánto miedo, a mi existencia.
 
Mi Muerte...
Debiera conocer sus gustos
y exigencias:
me acompaña desde que fui semilla
y sólo ella cabe completa
en mi modesta humanidad de caminante.
 
Debiera saber que es
como suspiro,
como mirada,
como éxtasis.
que acecha,
cautelosa,
signo de interrogación en la oscuridad,
y espera, espera, espera,
con la paciencia del desierto
o la ansiedad del marino.
Debiera...
simplemente, debiera...
 
Ahí está,
cambiante e igual,
dispuesta a todo,
mi Muerte fiel,
perra callejera
que come de mi mano
sin enseñarme nunca sus dientes,
sin mostrarme nunca sus garras.
 
Hacia el ocaso,
se va,
no sé dónde ni a qué,
y regresa de madrugada
con hambre de amor en sus pupilas.
 
Entonces,
echada a los pies de mi cama,
hace como que duerme,
indefensa,
pero  me está mirando,
sé que me mira.
Cuenta mis latidos.
Marca mis ronquidos.
Descifra mis sueños.
Calcula mi distancia.
Se desliza por mis venas y se aquieta,
paloma agobiada,
cerca de mi corazón de caminante.
Mi Muerte...
Mi solitaria y mansa muerte,
doncella  burlada,
tímida,
casi inofensiva
o inofensiva del todo,
espera por mí,
con el arrobo del amado
que lacera el horizonte
por su amado.
 
De día,
tampoco sé dónde está.
Seguramente,
vaga por los ralos bosques,
cuenta las hojas caídas,
reconstruye los nidos abatidos por el viento,
se sienta a la orilla del arroyo
o se tiende,
y piensa en mí,
su huidizo enamorado,
con la devoción de la novia incólume
o la serenidad del cielo azul.
 
En esas largas ausencias,
yo me creo infinito.
Me pongo a tejer poemas
y a bordar relatos
en los que la describo.
Y ella lo sabe.
Lo sabe.
Al llegar,
busca afanosa,
y se ve reflejada
en el verso sangrante,
descrita con cariño
en la frase temblorosa,
dibujada sin miedos,
pero incompleta,
siempre incompleta.
 
Yo debiera conocerla bien
y no la conozco.
Debiera saber mucho de ella,
y nada sé.
Siempre ha estado ahí,
esperándome.
Es mi única certeza.
No sé cómo es.
Sólo la siento.
La siento y no la veo.
 
Una vez,
la llamé a gritos,
y se escondió,
y no durmió conmigo esa madrugada.
Se fue por ciudades
y caminos,
y desparramó su rabia
en inocentes.
 
 
Desde entonces,
no llega cuando la llamo
sino,
hembra al fin,
cuando ella quiere.
 
Aunque la invoque,
no viene.
No puede venir.
Ya está aquí,
clavada,
crucificada
a mis células,
a mi médula,
como injertada.
Se escuda tras mi nombre,
habla por mí,
por mí ve, oye y siente.
Vive porque vivo.
Somos uno, indestructible y solidario,
Yo soy su prolongación.
Ella es mi razón de ser.
Ambos nacimos el mismo día
y,
una tarde de luz,
nos abrazaremos ambos,
dulcemente,
como la tierra y el mar,
el alba y el día,
la noche y el ocaso.
 
La Muerte...
 
Sus manos portan el bálsamo del olvido.
Su fragancia inciensa el sendero del caminante.