Pese a las
advertencias de unos conocidos, me empeñé en adquirir y criar un coyote.
Qué noble animal y
qué inteligencia la suya; no se me apartaba; trataba de complacerme con sus
aullidos y su presencia. Si presentía a un intruso, se erizaba, se arqueaba,
veía a ver si yo estaba en peligro, y se lanzaba al ataque.
Qué noble animal.
Me habían dicho que
no lo criara porque, una vez alcanzados los 7 años, el animal trataría de
matarme. En la ocasión menos sospechada, me despedazaría.
¿Matarme esa criaturita
tan adorable, que vivía solo para mí y por mí?
Lo adiestré cuanto
pude, aunque era muy poco lo que yo podía enseñarle. Él había nacido para la
caza, el peligro, el juego, la victoria.
Siempre que podía, me
quedaba viéndolo, a ver si notaba en él un solo rastro de ese instinto asesino
que me fue predicho.
Lo veía, de día y de
noche, en la luz y a la sombra, en reposo o activo, y no. Lo habían calumniado
miserablemente, como ocurrió con el lobo, con la serpiente, con el cuervo.
No quise ponerle nombre
para no ponerle límites. Un nombre es un cerco que se construye alrededor del
sustantivo y lo anquilosa. Por eso, lo dejé así, como me lo trajo el jornalero
que lo encontró en una perdida cueva: sin nombre.
Y no lo necesitaba.
Con un silbido o un batir de palmas, llegaba veloz, dispuesto a servirme.
Dormía en mi cuarto,
comía en mi mesa.
A veces pienso que
era mi otro yo, el que tanto he querido conocer y que se me ha escapado apenas
lo he intuido en una calle, en un parque o en el claro de un bosque.
En más de una
ocasión, lo llevé a acampar a la montaña o al río. Era más seguro que tener un
rifle: ahí nadie se acercaba.
Y cumplió los 7 años.
Era todo un animal modelo. Qué porte. Qué alcurnia. De fijo, venía de los mitos
y de las leyendas indígenas, fiel amigo del colibrí, del puma y de la serpiente
emplumada.
Mi canis latrans -se hubiera ofendido de
haber conocido su nombre científico- adquirió, a esa edad, más fuerza y
determinación. Con qué maestría perseguía a sus presas y con qué gallardía las mataba.
¿Me pasaría eso a mí?
Y ocurrió. Un día, a
los 6 meses de haber cumplido los 7 años, lo vi distinto: alejado, huraño,
gruñón. Ya no me veía a los ojos directamente, como lo hizo durante tanto
tiempo. Ahora, su mirada se iba por otros rincones y tras ella se iba él.
Entonces, preparé una
acampada en el río para esa noche. Quería probarlo y probarme. Llevé, por si
acaso, mi rifle.
Me siguió como
indeciso y sin ganas. Preparé la tienda y encendí la hoguera, porque hacía frío
y ya oscurecía.
No quiso comer.
Y, pese al frío, fue
y se sumergió en el agua y, bien empapado, se acercó a las llamas y se sacudió.
Yo observaba.
El viaje al río lo
hizo como 4 veces. En la última sacudida, la hoguera se apagó y entonces acaté.
Mi coyote quería la oscuridad total, seguro para atacarme mejor.
Al fin y al cabo, su
instinto asesino se activaba siempre de noche.
Traté de alcanzar el
rifle, pero él llegó primero.
Y oí la detonación y
vi en la penumbra su cuerpo caer.
Me le acerqué y ya
agonizante, me lamió las manos y me miró con dulzura como diciéndome: solo
matándome, no te mataría.
¿Cómo hizo para
hacerlo? ¿Por qué en la oscuridad? ¿Para que yo no lo viera? ¿Por qué no fui
más valiente y me disparé para haberlo seguido por ese camino que debe ahora
recorrer, ya libre, por los desiertos salvajes de la eternidad?
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