viernes, 31 de mayo de 2013

El coyote

El coyote
Pese a las advertencias de unos conocidos, me empeñé en adquirir y criar un coyote.

Qué noble animal y qué inteligencia la suya; no se me apartaba; trataba de complacerme con sus aullidos y su presencia. Si presentía a un intruso, se erizaba, se arqueaba, veía a ver si yo estaba en peligro, y se lanzaba al ataque.

Qué noble animal.

Me habían dicho que no lo criara porque, una vez alcanzados los 7 años, el animal trataría de matarme. En la ocasión menos sospechada, me despedazaría.

¿Matarme esa criaturita tan adorable, que vivía solo para mí y por mí?

Lo adiestré cuanto pude, aunque era muy poco lo que yo podía enseñarle. Él había nacido para la caza, el peligro, el juego, la victoria.

Siempre que podía, me quedaba viéndolo, a ver si notaba en él un solo rastro de ese instinto asesino que me fue predicho.

Lo veía, de día y de noche, en la luz y a la sombra, en reposo o activo, y no. Lo habían calumniado miserablemente, como ocurrió con el lobo, con la serpiente, con el cuervo.

No quise ponerle nombre para no ponerle límites. Un nombre es un cerco que se construye alrededor del sustantivo y lo anquilosa. Por eso, lo dejé así, como me lo trajo el jornalero que lo encontró en una perdida cueva: sin nombre.

Y no lo necesitaba. Con un silbido o un batir de palmas, llegaba veloz, dispuesto a servirme.

Dormía en mi cuarto, comía en mi mesa.

A veces pienso que era mi otro yo, el que tanto he querido conocer y que se me ha escapado apenas lo he intuido en una calle, en un parque o en el claro de un bosque.

En más de una ocasión, lo llevé a acampar a la montaña o al río. Era más seguro que tener un rifle: ahí nadie se acercaba.

Y cumplió los 7 años. Era todo un animal modelo. Qué porte. Qué alcurnia. De fijo, venía de los mitos y de las leyendas indígenas, fiel amigo del colibrí, del puma y de la serpiente emplumada.

Mi canis latrans -se hubiera ofendido de haber conocido su nombre científico- adquirió, a esa edad, más fuerza y determinación. Con qué maestría perseguía a sus presas y con  qué gallardía las mataba.

¿Me pasaría eso a mí?

Y ocurrió. Un día, a los 6 meses de haber cumplido los 7 años, lo vi distinto: alejado, huraño, gruñón. Ya no me veía a los ojos directamente, como lo hizo durante tanto tiempo. Ahora, su mirada se iba por otros rincones y tras ella se iba él.

Entonces, preparé una acampada en el río para esa noche. Quería probarlo y probarme. Llevé, por si acaso, mi rifle.

Me siguió como indeciso y sin ganas. Preparé la tienda y encendí la hoguera, porque hacía frío y ya oscurecía.

No quiso comer.

Y, pese al frío, fue y se sumergió en el agua y, bien empapado, se acercó a las llamas y se sacudió.

Yo observaba.

El viaje al río lo hizo como 4 veces. En la última sacudida, la hoguera se apagó y entonces acaté. Mi coyote quería la oscuridad total, seguro para atacarme mejor.

Al fin y al cabo, su instinto asesino se activaba siempre de noche.

Traté de alcanzar el rifle, pero él llegó  primero.

Y oí la detonación y vi en la penumbra su cuerpo caer.

Me le acerqué y ya agonizante, me lamió las manos y me miró con dulzura como diciéndome: solo matándome, no te mataría.

¿Cómo hizo para hacerlo? ¿Por qué en la oscuridad? ¿Para que yo no lo viera? ¿Por qué no fui más valiente y me disparé para haberlo seguido por ese camino que debe ahora recorrer, ya libre, por los desiertos salvajes de la eternidad?

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