Un perro y un asno
Fue una noche muy
fría. No recuerdo otra igual. Por eso, me había echado en el sitio más cálido,
entre dos grandes ovejas y una regordeta cabra.
Desconozco la hora: el
tiempo me ha sido siempre indiferente. Eso sí,
ya era avanzada la noche, porque comenzaba a sentir hambre.
Fue primero como un
aleteo o como el paso del viento por la hojarasca. Después, un suave ulular y la cálida oscuridad se fue matizando de tonos
rosáceos.
Los demás animales,
inmutables. Mis amos, somnolientos.
¿Era conveniente
alertar? ¿Quién me creería?
El aleteo se tornó
huracán, y el tinte rosa, en un relámpago iridiscente.
Frente a mis
consternados dueños, algo se movía y una voz nunca escuchada narró la maravilla
de aquella inolvidable noche.
Cuando me percaté,
íbamos hacia el pueblo tres pastores, seis ovejas, dos cabras y yo.
En un derruido
establo, entre el agobiante frío, una joven pareja y su recién nacido. Nos
acercamos casi con miedo, pero la tierna mirada nos incitó a brindarles calor, mientras les obsequiábamos
leche, queso, pan y mantas.
Eran como cualquier
otra familia pobre y estaban llenos de
dulzura e infinitud. No se les veía posesión ninguna: ni ropas, ni trastos,
alimentos o lo necesario para cuidar al niño y arroparlo. Por eso, nuestros
presentes fueron muy bien recibidos. El pastor más joven se quitó su chaqueta y
se la puso en los piecitos al recién nacido quien lo volvió a ver, lo juro, con
un enorme agradecimiento.
Cumplida la misión,
mis amos dejaron el sitio, pero algo inexplicable me obligó a quedarme ahí,
junto a una vieja mula, un anciano buey que estiraban su cuello para dar más
calor, las seis ovejas, las cabras y un asno feo y sin pelo, seguramente
propiedad de la joven pareja.
El olor era fuerte; el
sitio, medio sucio; la oscuridad, casi total si no fuera por la empecinada
estrella que fulgía en un rinconcito.
Debo agregar algunos
sucesos extraños: uno de mis amos se devolvió a buscarme y, pese a estar frente a él, no me vio.
También, poco después,
penetraron en la covacha unos forajidos, bien armados, y el joven esposo, con
solo una mano, los desarmó y los hizo huir despavoridos gritando no sé qué
cosas extrañas.
Después, de la nada aparecieron personajes imponentes y graves, con camellos,
criados, caballos y música que,
postrados ante el niño, lo cubrieron de
oro, piedras preciosas, sedas, perfumes, especias y no sé de cuántas riquezas
más, junto con unas deliciosas melodías orientales.
Igual que mis amos, se
postraron, dejaron sus regalos y se fueron, susurrando algo entre sí.
Quedé consternado y
sin poder comentarlo con nadie.
Y otra madrugada, de
nuevo el aleteo, el gemir del viento y el juego de luces.
Había que huir. Lo
deduje por las prisas de los esposos y un viaje furtivo a la ciudad, donde el
joven vendió en el mercado parte de los regalos recibidos.
Asimismo, las ovejas y
las cabras proporcionaron mucho dinero.
Cuando regresábamos,
cuatro duros mastines se abalanzaron contra nosotros y yo pude vencerlos sin
problema.
Si lo contado no son
milagros, ¿qué lo son, entonces?
Desde esa vez, tuve un
nuevo amo y fui su sombra.
Se cargó lo suficiente
en el asno y salimos hacia el camino interminable, ventoso y cruel.
El pobre animal llevaba
a la madre con el niño y el raquítico equipaje.
¿Cansancio, sed o
hambre? No había manera de averiguar qué sentía el sencillo burro.
Hablaron de Egipto y
hacia allá nos encaminamos.
Qué duros son los
viajes cuando no hay comodidades para realizarlos.
Nadie lo cuenta, pero en
adelante mi ayuda fue decisiva: incluso, en un momento dado, tuve que cuidar al
niño en un cañaveral, mientras sus padres buscaban agua y comida.
Poquísima gente iba y venía, medio nos miraba, hacía algún
comentario y seguía.
Una pareja, un niño,
un asno y un perro. ¿Qué de especial podía tener este grupo para llamar la
atención de alguien?
Además, íbamos por el
camino menos transitado, el que pasaba por Hebrón y se internaba en el desierto
de Idumea para llegar al Sinaí. Unos cientos de kilómetros, para escapar de los
soldados del tirano.
No hubo manera de
encontrar agua, según escuché decir, y los padres se torturaban por hallarla.
Cuando ella levantó al
niño de entre las cañas para darle de mamar, bajo su talón brotó un hilo de
agua fresca.
Yo casi salgo pegando
gritos y aullidos diciendo: “¡Milagro, milagro!” Pero ellos solo se volvieron a
ver, como si ese milagro lo estuvieran esperando.
Y, otra vez,
consternado, me postré en el barro, refresqué mi panza y lamí la tierra. El
asno fue más comedido que yo.
Fueron 14 días de
camino: mal dormir, peor comer, medio beber, hasta el delta del Nilo, donde
había población de judíos que nos podía hospedar.
Después escuché
leyendas surgidas de ese imposible viaje: las palmeras bajaban sus ramas para
darle sombra al niño; los bandidos
terminaban arrodillados ante él; los cuervos nos traían miel, pan y queso.
Pero no me está
permitido corroborar o no esas historias. Creo que el asno tiene la misma
prohibición.
¿Quiénes eran mis
nuevos amos?
Un hombre joven. Una
mujer más joven aún y un recién nacido. ¿Quiénes eran? ¿Me sería permitido conocer su verdad?
¿Qué puede un pobre
perro ante los misterios divinos?, porque todo eso tenía que venir de Dios, ¿de
quién más?
El burro era incapaz
de satisfacer mi curiosidad.
Solo el niño me
miraba, penetraba hasta mis entrañas y
sonreía. Entonces, yo sabía que él sabía y él sabía que yo entendía.
Al vernos llegar, la
gente se maravillaba: por esa ruta no era conveniente viajar. Y nosotros
viajamos. Casi nadie sale vivo de ahí. Y nosotros seguimos viviendo. No hay
agua. Y a nosotros nos sobró.
El niño sonreía. La
madre agachaba su cabeza. El padre veía el horizonte.
Seguro pensaban en el
viaje que mil años antes habían hecho sus antepasados por estas mismas tierras
en busca de la Tierra Prometida, con la esperanza de un improbable Mesías.
Nos quedamos en
Leontópolis, donde Ptolomeo VI había eregido un templo judío. La comunidad hebrea
de ahí era grande y próspera, así que la familia no tuvo problemas para
adaptarse y conseguir trabajo. Además, a estas tierras no llegaba el poder de
Herodes.
Tiempo después nos
fuimos cerca de El Cairo, a Matarié.
Volviendo a la pareja,
él era carpintero, según pude constatar. Ella, costurera y ama de casa. Entre
ambos, se ganaban la vida fácilmente: los vecinos encargaban trabajos, grandes
o pequeños, y eso permitía una decorosa subsistencia.
El niño jugueteaba, a
veces conmigo, las más, con el asno. ¿Qué tenía el borrico de especial que yo
no tuviera? Pero el niño lo prefería a él. Hacía pajaritos de barro y, ¡milagro
de milagros!, los echaba a volar o recogía animales muertos y les devolvía la
vida como si nada.
La madre veía y
callaba.
Cuatro largos años
vivimos en Egipto.
¿Qué puedo decir de El
Cairo? Es una ciudad muy apta para perros. Cómo hay congéneres. Deambulan por aquí
y por allá, se pelean, corren, ensucian, aúllan, ladran. Perros al fin. Al fin perros, pero nunca me aceptaron entre
sus pandillas. Quién sabe qué veían en mí, porque me aullaban, fieros, y me
obligaban a marcharme.
Además, yo sabía que
no me podía mezclar con ellos. Si intentaba un paso, el niño se quedaba
mirándome y me obligaba a echarme a sus pies o, mejor dicho, a los pies del
burro, que era el que llenaba todo el espacio.
Aquellos fueron días
placenteros y únicos. Dije que mi ama era costurera. Mientras estuvo en Egipto,
tejió una túnica para su hijo, según me
enteré, para cuando pudiera usarla, ya adulto. Y es curioso que el padre le
enseñara al niño a hacer crucecitas de madera, que iba amontonando por las
orillas de la casa, bajo la mirada triste e infinita de la madre.
Una tarde, se repitió
la misma escena: un suave susurro, luces extrañas y la pareja que se apresta
para abandonar las tierras egipcias.
Tenían que volver a su
patria.
Esta vez, lo hicimos
por mar, saliendo del puerto de Alejandría. Durante cuatro días, navegamos
hasta Yamnia y de aquí a Nazaret, por el Monte Carmelo. La barcaza llevaba más
animales que personas, lo que nos permitió un viaje relativamente cómodo, pero bañado en olores enervantes.
En Nazaret, pasé días
luminosos y espléndidos, viendo cómo el hombre trabajaba todo el día para tener
listos los encargos e irlos a distribuir. Él no permitía que su esposa o su
hijo salieran al mercado o a vender sus productos. Esta era una labor de él, y
la cumplió perfectamente.
Una mañana, el asno no
se levantó. Tenía su cabeza puesta en los regazos del jovencito y parecía como
que soñaba. Me acerqué, y el joven,
acariciándome el lomo, disimuló las lágrimas que le salían.
Fue mi primer
encuentro con la muerte. Y no sería el último.
Cuando el joven tenía
12 años, fue llevado al templo. Esta vez, yo no los acompañé. Me tocó quedarme
en la casa cuidándola mientras ellos regresaban. Las herramientas, los enseres
domésticos, la poca ropa y aquella túnica que un día el niño usaría con amor,
porque le fue hecha con mucho amor, eso era lo que tenía que proteger. Lo hice
con orgullo y valentía, pese a mi avanzadísima edad
Los padres regresaron
y grande fue su sorpresa al percatarse de que el niño no venía con ninguno de
ellos. Aquello fue terrible, pero qué serenidad de personas. Parecía como si ya
esperaban todo lo que les sucedía.
Las congojas de ese
día hicieron mella en el hombre, que quizá por tanto trabajar y desvelarse se
fue apagando, poco a poco. Toda su vida había sido un roble, un varón como
pocos, honrado, trabajador, justo, guardián de su casa y de su familia, pero ya
le era llegada su hora.
Lo escuché rezarle al
Arcángel Miguel para que lo acompañara en tan desconocido trance, y el hijo le
musitó al oído: “Padre, no solo vendrá Miguel por ti: toda la corte celestial
te espera, porque has sabido cuidar muy bien lo que se te encomendó. No tengas
pena por mi madre, ella estará bien conmigo. La cuidaré como lo hacías tú y la
llenaré de la gloria que merece. Cierra los ojos, padre, y verás el cielo
abierto ante ti.”
El hombre, aún joven,
fue cerrando sus ojos, y de nuevo la mano del niño sobre mi lomo, y las
lágrimas que le cubrían las mejillas. Ella no lloraba. Estaba con sus ojos muy
abiertos viviendo la gloria de aquel momento en que se le manifestaba como
nunca en todo lo que la rodeaba.
Me eché y quise
llorar. Pero salió un aullido tristísimo que llenó la casa de melancolía y zozobra.
Esa noche, pasaron
ellos en oración junto al cadáver del hombre. A la mañana siguiente, cuando se
suponía que iba a ser el funeral, el lecho estaba vacío. Solo un delicioso olor
de flores extrañas invadía el ambiente.
Ya yo era un viejo. Un
viejo perro medio renco, enclenque, sin dientes, la mirada turbia y perdida,
pero siempre a la par de ellos dos.
A él, lo vi hacerse
hombre, mientras estudiaba con ahínco los textos sagrados y se sentaba a los
pies de su madre a contarle quién sabe qué, seguro a tratar de alegrarle la
vida… a quien la vida le tenía preparado el mayor de los dolores.
Un día…Un día extraño
y misterioso, él me llamó, se sentó en el suelo, puso mi cabeza en su regazo y
me invitó dormir.
Un sueño oceánico me
invadió y vi al asno correr hacia mí, montando a un hombre joven que sonreía y
me llamaba. Entonces comprendí. Todo lo comprendí y me quedé dormido.
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