jueves, 7 de junio de 2018

Camino a Curubandé


Camino a Curubandé
Miércoles 3 de enero de 2007


Nos hemos venido formando, lingüísticamente, de manera tan fragmentaria, que casi nadie, al escribir o al hablar, se percata de la influencia que sobre la palabra empleada está ejerciendo una determinada cultura o una lengua específica. Algo de allá, algo de aquí, algo de más allá y, con todo ese bagaje, de pronto estamos utilizando a celtas, iberos, griegos, romanos, árabes, judíos, africanos, chinos, en un hermoso mosaico de unidad en la diversidad, como ya ha sido anotado.
Por ejemplo, la palabra con que inicio este tema: “camino” es de origen celta, como “cerveza”, “carro”, “alondra”, “muñeca”, “caballo”.  Cierto que ya existían tales términos en latín; pero provenían de esa mítica lengua prerromana que se habló en la Europa Central.
Es curioso, asimismo, que una palabra del celta, “camino” y otra del latín,  “vía”, se unan, en una imprecisa sinonimia, y generen, asimismo, sendos adjetivos sustantivados que, no obstante su estrecha relación semántica, guardan diferencias entre sí: “caminante” y “viajero”.
En estos momentos, soy un caminante. No, un viajero.
El caminante va solo a pie; el viajero puede ir motorizado también.
Por ejemplo: el que iba o va  a Compostela en peregrinación, a pie, no es un viajante, es un caminante. Y mejor: un romero; pero ya este término posee connotaciones religiosas que no vienen al caso.
Y se habla del “Camino de Santiago”. Nadie dice: “la vía de…, o el sendero de…, o la ruta de… o la carretera de…, o la calle de Santiago”.
Alguien dijo: “Yo soy el Camino…”, y nos mostró el sendero del amor, pero el materialismo insano que nos asfixia, nos impide seguirlo.
Ahondando un poco más en el lexema “camino”, ¿cómo tituló Escrivá de Balaguer su famosa obra? En 1934, en su primera edición, la llamó Consideraciones espirituales; pero, ya en 1939, en la edición de Valencia, el libro pasó a llamarse Camino, nombre que le da aún más fuerza expresiva que el anterior, y que ha sido el dolor de cabeza de ateos y anticlericales.  
Digresiones aparte, este es el camino a un pueblo sencillo, casi perdido en las faldas de un volcán. Y digo “casi”, porque hoy el turismo lo ha descubierto y lo invade de todas formas. No hace falta, por lo tanto, hacerse la poética pregunta:

                   “¿A dónde el camino irá…?”

Es un camino rural. Antes: polvo, huecos, deslaves, guijarros, piedras… con todas las incomodidades de un camino rural…pero también bello. La belleza de lo natural, de lo que es: sin artificios ni engaños.
Hoy, es un camino pavimentado, que invita a la velocidad y al descuido.
El pavimento, de alguna manera, le hace daño. El pavimento es maquillaje, casi  una mortaja.
El camino era blanco, enceguecedoramente, blanco. Dicen los expertos, que siempre habrá expertos para todo, que esta blancura se debe a la toba volcánica, expulsada, quién sabe cuántos millones de años hace, desde la garganta de alguno de estos volcanes que desde aquí diviso, tan serenos, tan apacibles, tan sumisos, que nadie podría imaginarse el tipo de catástrofe que causaron por estos contornos.
Hoy, es gris, de un gris opaco y poco atractivo.
Iniciar el camino a este pueblo es ya todo un acontecimiento: uno deja la Carretera Interamericana, la que desune, más que une, a las Américas, y se adentra hacia este mundo sencillo, en vías de desaparición.
Por esa carretera, yo hubiera podido llegar a otros muchos lugares, pero aquí estoy bien. Yo solamente quiero llegar a Curubandé, que es el pueblito hacia donde conduce este camino.
Para llegar hasta aquí, tuve que dejar mi pueblo natal.
Uno siempre tiene que dar algo a cambio.
El mío, era un pueblo hermoso, también al regazo de una montaña, no tan esbelta como esta, pero sí, egregia, única.
Un pueblo que dormía entre tres ríos, como lo pregona su nombre, y que un día despertó al progreso y se convirtió en ciudad, con todos los inconvenientes propios de esa condición. Un pueblito en que todos nos conocíamos y nos tratábamos.
Hoy, lejos de él, muy lejos, lo miro con ojos de melancolía y me parece más hermoso, más entrañable. Por sus calles, veo la figura de mis abuelos, del siglo antepasado; a mis papás; a muchos que ya no caminan por ellas, sino que lo hacen de mi corazón a mi cerebro, o “de mi corazón a mis asuntos”, como lloró el elegíaco Hernández.
Inicio un camino, pero ¿qué es iniciar un camino? Qué de lucubraciones podría hacer sobre este tema. Quien inicia un camino, se adentra en un misterio o, para tratar de dilucidarlo, o para formar parte de él. El iniciado nunca termina su ruta, porque siempre nuevos misterios lo rondan. El iniciado lo es, porque desea alejarse de los demás, porque quiere ser singular, porque la oscuridad de lo críptico lo envuelve a cada momento.
En este caso específico, inicio un camino, pero físico, palpable, con olores y visiones muy concretos y que atrae, precisamente, por lo que de él se aprehende y se intuye.
Lo primero que llama la atención es la cantidad de encinos  que hay a su vera, o “incinos”, como dice la gente; árboles hermosos, adustos, amplios. Su verdor oscuro da al paisaje soleado y polvoriento una sensación inigualable de frescura. Su sombra abarca grandes espacios, refugio natural para el poco ganado que merodea por ahí.
Estos encinos forman parte de una gran mancha que viene del norte y muere, precisamente, por estos lares. Vaya usted a saber qué fuerzas mueven tales distribuciones y alcances, y qué consecuencias podría haber para nuestra especie por alterarlas.
Vense también los madroños, de flores blancas, candidísimas, como reza su nombre científico, desplegar su belleza sobre los montazales y potreros ruinosos.
No es el árbol emblemático de Madrid, el del oso, sino una especie diferente; pero igualmente bella.
Cerca de la hondonada, las enredaderas luchan contra los caraños, cuya sabia cura el mal de próstata; los coyoles, del que se extrae un licor muy traicionero; los sacanjuches, los aceitunos, por luz, agua y aire y, cuando florecen, estos se ven recompensados por haber sido su apoyo y su sustento.
En pleno verano, dan su fruto los mangos, los anonos, los icacos y los marañones, delicias olvidadas en aras de los exóticos sabores de hoy, globalizados e internacionalizados, para satisfacer el insípido gusto de los noveleros.
Todo camino que se precie de serlo, tiene un río. En este caso, es un río de aguas oscuras y medio salvajes que se precipitan por un cañón de siniestra apariencia. En sus paredes, verticales y rocosas, esculpieron los indios dibujos de incomprensible interpretación. ¿Letras? ¿Ideogramas? ¿Signos míticos y mágicos? ¿Simples pasatiempos, como los que uno dibuja en la arena cuando el sol cae hacia otras lejanías?
El ruido del agua, el frescor, la vegetación, la soledad hacen recordar al gran Fray Luis de León:
             
“Oh, monte, oh fuente, oh río,
oh, secreto seguro, deleitoso,
roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestüoso”.

Sobran las palabras, ante la expresión prodigiosa de un clásico de esta envergadura.
El río tiene por nombre “Colorado”, y nace en las faldas del volcán Rincón de la Vieja. Su cuna es un prodigio de perfección de la naturaleza: unas débiles nacientes, como hilitos,  se desprenden de la pared volcánica y van cayendo en una especie de hoya que, al llenarse, se precipita hacia la barranca incierta, con aires de grandeza.
Lo de “Colorado” obedece al mucho barro que arrastra. Un barro rojo, medio viscoso, utilizado por los indígenas para vasijas, utensilios e imágenes.
Sobre el río, un puente viejo y maltrecho, sin las ínfulas de aquellos de estirpe romana que tanta prestancia dan a algunas ciudades europeas. Pero puente, al fin; tal vez feo, corriente, anodino, mas cumpliendo su función a cabalidad.
Desde él, uno ve las paredes agrestes y confusas perderse hacia un vórtice de rocas, espumas y arboledas.
“Nadie se baña dos veces en el mismo río”. Nadie ve dos veces la misma agua. Nadie sabe lo que piensa el río, aunque lo intuyó el poeta cantor, Atahualpa Yupanqui:
             
              “-¡Qué cosa más parecida
              son tu destino y el mío:
              andar cantando y penando
              por esos largos caminos.
              Tú que puedes, vuélvete,
              -me dijo el Río, llorando-.
              Los cerros que tanto quieres -me dijo-
              allá te están esperando.”

¿Podría devolverme? Ya no tengo el tiempo para hacerlo. Ya ni el río ni yo podemos devolvernos. Solo nos resta seguir el ineluctable destino: él, hacia el mar. Yo hacia la muerte, que debe ser como otro mar, pero sin playas ni celajes iridiscentes.
¿Quién atraviesa a quién? ¿El camino al río, el río al camino?
Cuando de él me alejo, una sensación de sequedad me rodea, de sed, de ahogo, como si nunca más volviera a verlo.
Cerca del camino, se han ido construyendo albergues, hoy con el comercial nombre de B&B u hotel resort…y el signo de $, que para los turistas es el icono esperado. Nunca saldrá de ellos el socarrón ventero con deseos de armar caballero a un iluso, que tanto bien le haría hoy a este mundo de concreto y plástico.
Nunca habrá en sus corredores fermosas doncellas, como la Tolosa y la Molinera, dispuestas a prestar sus servicios sin esperar mucho a cambio. Ni correteará por ahí el pastor Andrés tras las ovejas de su amo, con miedo de que vuelva a perdérsele alguna.
En la mayoría de los casos: autos de alquiler, turistas adustos, cansados y llenos de estrés, dormitorios con televisión, porque no se puede descansar sin el cansado vicio de los noticiarios y telenovelas, plagas de nuestra modernidad, aire acondicionado y agua caliente. Que para descansar, lo hago con frío y para asearme, con calor.
Hay hoteles de hoteles, cuya marca estrellada fijará su precio. Y, si el cansado paseante no puede darse esos lujos, no faltará un espacio para su tienda de campaña, con lámpara, tele, radio, iPod y el infaltable celular, que tanto el pobre como el rico tienen derecho a distracciones y adelantos parecidos, aunque no igual de caros.  
Los turistas son extraños: huyen del ruido de la ciudad, pero llevan ruido a su lugar de descanso. Cuanto más volumen, mejor. Cuantas más luces, mejor, y mejor si las luces y el ruido se conjugan y juegan entre sí. Ojalá, si hay Internet cerca, uno de los más exitosos inventos que sumen cada vez más al usuario en la soledad y en la incomunicación.
Después, el turista volverá a la ciudad más cansado de como salió, con menos audición y con menos deseo de trabajar.
De noche, el camino se viste de magia. Magia de la blanca toba; magia de las silenciosas estrellas; magia de los ojos escurridizos que atisban y que acechan. Las sombras se confunden; se confunden las alargadas ramas; los mochuelos se encandilan; los detalles se pierden, y la ilusión va creando un mundo diferente del que palpamos de día.
Sobre él, las constelaciones, las “amplias constelaciones” de Rivas Groot:

         “-Amplias constelaciones que fulguráis tan lejos,
         mirando hacia La Tierra desde la comba altura,
         ¿por qué vuestras miradas de pálidos reflejos,
         tan llenas de tristeza, tan llenas de dulzura?”

Y pareciera que el camino también medita y se pregunta lo mismo, y un vientecillo ralo trae la respuesta:

         “-Nuestro fulgor es triste,
         porque ha mirado al hombre.
         Su mente y nuestra lumbre
         hermanas son.
         Por siglos de compasión
existe,en astros como en almas,
         la misma pesadumbre…”

Con luz del sol o sin ella, el camino es siempre hermoso, melancólico, místico.
Así debe ser el que conduce al más allá, tal vez, más solitario, más triste, seguramente nublado, opaco, y sin las enormes arboledas que adornan a este, pero hermoso, lánguidamente hermoso, como la última luz del ocaso que se diluye en los brazos de la noche.
Muy cerca del camino, había unos hermosos achotales. Había. Fueron destruidos para dar paso al progreso. Un árbol nunca podrá competir contra un edificio o contra una cancha o un estacionamiento. En este y en otros muchos casos, la flora y la fauna tienen que salir perdiendo; aunque con ellas, la especie humana vaya también perdiendo su hábitat natural.
Además, ya el achote casi no se usa: daba color a nuestra cocina criolla.
¿Pero y la belleza de este árbol? ¿Su follaje, sus flores, su fruto? ¿No debería bastarnos la belleza?
No. Hoy, hay que medir primero la utilidad. Si algo es útil, tiene valor. Lo otro es secundario e intrascendente para efectos comerciales.
El concepto aquel de que lo bello tenía que ser bueno, ya no cuenta. La estética dando origen a la ética. No. Lo que  no se transa en la bolsa de valores…no tiene valor.  Por eso, andamos mal, porque se ha declarado a la estética inservible  y subordinada a los grupos de presión. E insisto, si no hay estética, no hay ética. El pensamiento griego sigue vigente: “Lo bueno es bello”:  kalós kai agathós o, en español: bonito y bueno, que se derivan del mismo étimo.
Entonces, el camino me parece un poco más triste, sin aquellos árboles que lo adornaban.
Cada vez que se corta un árbol, se mata una ilusión, se desvanece una esperanza, se deja sin un refugio a los duendes y elfos que cuidaron de él mientras vigilaban nuestra infancia.
Cerca del camino, casi paralelas a él, las líneas eléctricas, como para recordarme que el ruralismo no está divorciado de la modernidad.
La electricidad ha venido a ser el corazón de nuestra civilización, sin la cual esta no podría sobrevivir mucho tiempo. Todos los artefactos giran en torno a ella. Por eso, un pueblo, aunque perdido en la montaña, debe poseerla, aunque ello implique renunciar a sus tradiciones y usanzas que, sin electricidad, debieron haber sido rudas y fatigosas.
No importa que los postes desentonen con el paisaje. Ya uno se acostumbra a todo eso.
También el camino tiene su fauna: conejos, ostoches, coyotes, mochuelos,  serpientes, ranas, sapos, tortugas, perezosos, venados, lapas, loros, congos, iguanas, águilas. Muchos de ellos han muerto y morirán  aplastados. Otros muchos tienen que abandonar el camino, porque la civilización los va arrinconando y les va diezmando su hábitat o, sencillamente, no pueden convivir con quien no los ha sabido cuidar.
Pululan, eso sí, los murciélagos, grandes colaboradores de la polinización y que, según otros expertos, le dan nombre al pueblo: “Curubandé”, “[lugar donde hay] muchos murciélagos”.
No veo en ellos “la infame turba de nocturnas aves”, sino al ser asustadizo, ágil, triste, como con vergüenza de ser ambivalente
Pero la mayoría de animales se esconde. Más de una vez, me he topado con algún venado que, al verme, huye temeroso entre los hierbajos, con la esperanza, quizá, de nunca más volverme a ver, a mí, miembro de una especie que ha sido su ancestral enemigo. Y es que el pobre -¿o seré yo, más bien, el pobre?- no puede distinguir entre quien lo protege y quien le da cacería o lo desplaza.
Con mi silencio, yo también soy culpable de su extinción.
Él no puede saber que yo también estoy por extinguirme; que no calzo en la sociedad actual; que me ahogan las poses, el mercantilismo, el ansia de poder, la falsedad, las luces de la inmerecida fama, el desequilibrio social, la sociedad VIP, que asquea, pero por la que se mataría más de uno.
Ni el venado, ni el conejo, ni el miedoso ratón puede colegir, siquiera, que yo soy como ellos y que como ellos, he perdido, no la batalla, sino la guerra total; que en esta sociedad de consumo e hipocresías, no tengo cabida ni la tienen tampoco los individuos que como yo aún se extasían ante una gota de rocío, un celaje o la brisa entre los árboles.
Me correspondió una época de grandes adelantos, sí, y de enormes injusticias; de culto a la guerra, al poder, al exterminio, y de olvido del sediento, del oprimido, del menesteroso.
Una época en que el hombre se ufana de haber conquistado el espacio –una ridícula porción del espacio- a un costo de billones y billones de dólares, que bien pudieron haber sido puestos al servicio del enfermo y desvalido. ¿Qué ha ganado la humanidad con los viajes espaciales? Gracias a ellos, ¿hay menos miseria, más agua, más alimento, menos enfermedades?
Una época en que abundan los megalómanos, los fundamentalistas, los sedientos de sangre.
Parece que el camino lee mis pensamientos, y se sume en la melancolía.
Pese a lo corto que es, el camino ha generado historias y consejas de incierto y acongojante origen.
Una noche de luna llena -no podía haber mejor escenario- un sabanero, ebrio de amores y guaro, jinete en un ágil caballo, se topó, de pronto, en una de las vueltas, a un viejo amigo que, pasando de larguito, le decía adiós con un pañuelo.
Al llegar al pueblo, al amigo lo estaban velando. Había muerto horas antes, víctima de un rival.
También se aparecía por ahí un peón que se había ahorcado, porque su amada lo traicionó.
Y una mujer gritaba sus penas entre los peñascos, cada vez que alguien pasaba por ahí “sucio de besos y de arena”. ¿Celos? ¿Traiciones? ¿Recuerdos de días mejores?
¿Por qué la humanidad se ha empeñado en mantener estas leyendas? Es quizá uno de los pocos productos de origen antiquísimo que no ha sido alterado por la modernidad. La gente aún se siente atraída por historias de aparecidos, brujas, demonios, exorcismos.
El cine ha sabido sacar provecho de esta debilidad, desde vampiros y dráculas que hicieron gritar de terror a nuestros bisabuelos, hasta las poseídas de nuestros días que reptan por paredes y pueden darle un giro de 360º a su cabeza.
Hombres y mujeres lobo, hombres y mujeres vampiro, fantasmas, poltergeist, zombis.
¿Qué le pasa a esta sociedad del tercer milenio? ¿No era que solo lo material le interesaba?
Parece que sí, que lo material le interesa y le agrada mucho, pero tiene un extraño anhelo del más allá, proveniente quizá del inconciente colectivo, de esa parte de nuestro cerebro que aún se mantiene en la zona oscura, donde imperan los ritos atávicos e inmemoriales.
Eso, tal vez, explique el ansia de milagros y de curaciones, y la profusión de estigmas, de aceites, de visiones y elixires mágicos, de lecturas del tarot y de posos de café…y de embaucadores que, en nombre de una religión, hasta dicen resucitar muertos.
Los arúspices romanos han sido trocados por telemagos, consultas por el 900, gurús y ciberbrujas.
Camino, nunca como en este siglo el hombre ha necesitado tanto de la ayuda sobrenatural. ¡Qué ironía!
Cerca de estos recovecos que guardan con celo a sus fantasmas, se levanta un montículo en el que muchas veces, muchas, libro en mano, me bebí todo un atardecer a pequeños sorbos, mientras leía.
¿Qué leía? Los clásicos. Los “mastinazos antiguos”, como el mismo Cervantes les decía. Los clásicos de Europa y de América, los que con su esfuerzo y perfección hicieron de mi lengua un medio literario de “capacidad infinita”, como llama San Diego a la Trinidad en el Trisagio.
Desde Grecia y Roma, pasando por Fernando de Rojas y el Arcipreste, hasta Borges, Rulfo y García Márquez.
Y de otras lenguas, ¿cómo no leer a Kavafis,  Seferis, Calvino, Grass,  Mishima, Cioran, Camus,  Pamut, Coetzee?
Con ellos, aprendí a pensar, a soñar, a valorar el arte más que la dura realidad, a evadirme hacia mundos a los que, por tiempo o lugar, me ha sido vedado ir.
Con ellos, fui apreciando la perfección de una palabra, de una frase, de una oración, de un párrafo, de un texto: cómo se iban hilvanando hasta conformar una auténtica joya literaria.
Para ambientar esas solitarias lecturas, que la lectura siempre será un acto de absoluta soledad, el murmullo del cercano río y de la huidiza ave caían, suavemente, sobre las páginas amadas y sobre mi cansado corazón de caminante.
Una novedad ha aparecido, últimamente, en el camino: los asaltantes. Quizá, como pasan tantos turistas, ellos (los asaltantes) idearon formas de quitarles sus pertenencias.
Siempre ha habido asaltantes. Recordemos, Camino, el pasaje aquél del Evangelio, el del Buen Samaritano: “…Bajaba un hombre de Jerusalem a Jericó y cayó en manos de los ladrones”.
Sí, ladrones siempre ha habido, ¿qué podemos hacer? No sé, pero mientras hallo una forma ciudadana de combatirlos, me acuerdo del óptimo cuento de Pedro Antonio de Alarcón, La buenaventura, cuyo protagonista, Parrón, jefe de una banda de salteadores de caminos es, a la vez, un valiente y respetado policía.
Quizá la solución tenga que ver con ambos: habrá que infiltrar policías honestos entre los delincuentes… Quiera Dios que no ocurra como en la obra Los santos van al infierno,  de Gilbert Cebron, en la que los curas obreros tratan de salvar a la clase trabajadora del comunismo, con resultados nada positivos.
¿Está enferma nuestra sociedad? ¿Son incurables nuestros males?  Delincuencia, drogas, indisciplina, vagancia, desmotivación, son enfermedades casi mortales para una sociedad que aún no halla su propio rumbo. ¿Éramos mejores antes? Horacio y Garcilaso dan la respuesta:

              “Laudator temporis actis”

              “Cualquiera tiempo pasado fue mejor”

Fue mejor, porque lo vemos con los ojos de la nostalgia, de lo ido, de lo que nunca más volverá.
El gran problema de nuestra sociedad es que, en aras de una falsa democracia, todo –o casi todo- lo hemos masificado. En educación, por ejemplo,  se sacrifica la calidad por la cantidad. Y, erróneamente, seguimos creyendo que, cuantas más instituciones educativas haya, mejor será la educación; que cuantas más clínicas, mejor salud: cuantos más equipos de futbol, mejor se jugará; cuantos más abogados, mejor justicia…Y esta masificación se olvida por completo del individuo y del humanismo, nortes ineludibles de todas nuestras acciones, y de la calidad que nunca, por ninguna causa, debe ser sacrificada.
El camino tiene otra plaga: las quemas. A veces, horroriza ver cómo la flora sucumbe ante las llamas, fruto de algún nocivo cazador que, no contento con depredar, destruye el ecosistema y pone en peligro lo poco de vida que va quedando a su vera. Un depredador al que no le interesa la contaminación ambiental, la capa de ozono, el calentamiento del planeta…igual que muchos nefastos gobiernos del mundo a quienes les importa más lo económico que lo ecológico.
Ya casi llegamos.
Una cuesta suave, casi con pena de ser cuesta, me anuncia el pueblito cercano, y el cándido camino, medio azorado, se percata de lo importante que es, no solo para quienes lo admiramos diariamente, sino para otros muchos que, sin ocuparse de él, lo recorren de arriba abajo sin mirar la belleza y la vida que lo circundan, lo que me recuerda la frase de Juan Ruiz de Alarcón, en La verdad sospechosa:

             


              «Quien vive sin ser sentido, 
              quien solo el número aumenta 
              y hace lo que todos hacen, 
              ¿en qué difiere de bestia?»


Entre los millones que somos, ¿a quién le interesa la belleza, la ética, la ecología de un sencillo camino? La gente anda apurada por vivir, por acaparar, por copular.
¿Quién, que no sea un bicho obsoleto como yo, va a tener tiempo y paciencia para apreciarlo?
Cuando llego a mi destino, el camino aún sigue unos pocos kilómetros más, hasta unirse al Parque Nacional y perderse en él.
Me imagino que desde la altura a la que llega, debe ver, sonriente, la distancia recorrida y suspirará, aliviado, de vehículos, personas, contratiempos y sudores; feliz de descansar lejos de la humanidad, que lo tiene también al borde de la extinción.




Un perro y un asno



Un perro y un asno 
Fue una noche muy fría. No recuerdo otra igual. Por eso, me había echado en el sitio más cálido, entre dos grandes ovejas y una regordeta cabra.
Desconozco la hora: el tiempo me ha sido siempre indiferente. Eso sí,  ya era avanzada la noche, porque comenzaba a sentir hambre.
Fue primero como un aleteo o como el paso del viento por la hojarasca. Después, un suave ulular y  la cálida oscuridad se fue matizando de tonos rosáceos.
Los demás animales, inmutables. Mis amos, somnolientos.
¿Era conveniente alertar? ¿Quién me creería?
El aleteo se tornó huracán, y el tinte rosa, en un relámpago iridiscente.
Frente a mis consternados dueños, algo se movía y una voz nunca escuchada narró la maravilla de aquella inolvidable noche.
Cuando me percaté, íbamos hacia el pueblo tres pastores, seis ovejas, dos cabras  y yo.
En un derruido establo, entre el agobiante frío, una joven pareja y su recién nacido. Nos acercamos casi con miedo, pero la tierna mirada nos incitó a  brindarles calor, mientras les obsequiábamos leche, queso,  pan y mantas.
Eran como cualquier otra familia pobre y  estaban llenos de dulzura e infinitud. No se les veía posesión ninguna: ni ropas, ni trastos, alimentos o lo necesario para cuidar al niño y arroparlo. Por eso, nuestros presentes fueron muy bien recibidos. El pastor más joven se quitó su chaqueta y se la puso en los piecitos al recién nacido quien lo volvió a ver, lo juro, con un enorme agradecimiento.
Cumplida la misión, mis amos dejaron el sitio, pero algo inexplicable me obligó a quedarme ahí, junto a una vieja mula, un anciano buey que estiraban su cuello para dar más calor, las seis ovejas, las cabras y un asno feo y sin pelo, seguramente propiedad de la joven pareja.
El olor era fuerte; el sitio, medio sucio; la oscuridad, casi total si no fuera por la empecinada estrella que fulgía en un rinconcito.
Debo agregar algunos sucesos extraños: uno de mis amos se devolvió a buscarme  y, pese a estar frente a él, no me vio.
También, poco después, penetraron en la covacha unos forajidos, bien armados, y el joven esposo, con solo una mano, los desarmó y los hizo huir despavoridos gritando no sé qué cosas extrañas.
Después,  de la nada aparecieron  personajes imponentes y graves, con camellos, criados,  caballos y música que, postrados ante el niño,  lo cubrieron de oro, piedras preciosas, sedas, perfumes, especias y no sé de cuántas riquezas más, junto con unas deliciosas melodías orientales.
Igual que mis amos, se postraron, dejaron sus regalos y se fueron, susurrando algo entre sí.
Quedé consternado y sin poder comentarlo con nadie.
Y otra madrugada, de nuevo el aleteo, el gemir del viento y el juego de luces.
Había que huir. Lo deduje por las prisas de los esposos y un viaje furtivo a la ciudad, donde el joven vendió en el mercado parte de los regalos recibidos.
Asimismo, las ovejas y las cabras  proporcionaron mucho dinero.
Cuando regresábamos, cuatro duros mastines se abalanzaron contra nosotros y yo pude vencerlos sin problema.
Si lo contado no son milagros, ¿qué lo son, entonces?
Desde esa vez, tuve un nuevo amo y fui su sombra.
Se cargó lo suficiente en el asno y salimos hacia el camino interminable, ventoso y cruel.
El pobre animal llevaba a la madre con el niño y el raquítico equipaje.
¿Cansancio, sed o hambre? No había manera de averiguar qué sentía el sencillo burro.
Hablaron de Egipto y hacia allá nos encaminamos.
Qué duros son los viajes cuando no hay comodidades para realizarlos.
Nadie lo cuenta, pero en adelante mi ayuda fue decisiva: incluso, en un momento dado, tuve que cuidar al niño en un cañaveral, mientras sus padres buscaban agua y comida.
Poquísima gente  iba y venía, medio nos miraba, hacía algún comentario y seguía.
Una pareja, un niño, un asno y un perro. ¿Qué de especial podía tener este grupo para llamar la atención de alguien?
Además, íbamos por el camino menos transitado, el que pasaba por Hebrón y se internaba en el desierto de Idumea para llegar al Sinaí. Unos cientos de kilómetros, para escapar de los soldados del tirano.
No hubo manera de encontrar agua, según escuché decir, y los padres se torturaban por hallarla.
Cuando ella levantó al niño de entre las cañas para darle de mamar, bajo su talón brotó un hilo de agua fresca.
Yo casi salgo pegando gritos y aullidos diciendo: “¡Milagro, milagro!” Pero ellos solo se volvieron a ver, como si ese milagro lo estuvieran esperando.
Y, otra vez, consternado, me postré en el barro, refresqué mi panza y lamí la tierra. El asno fue más comedido que yo.
Fueron 14 días de camino: mal dormir, peor comer, medio beber, hasta el delta del Nilo, donde había población de judíos que nos podía hospedar.
Después escuché leyendas surgidas de ese imposible viaje: las palmeras bajaban sus ramas para darle sombra al niño;  los bandidos terminaban arrodillados ante él; los cuervos nos traían miel, pan y queso.
Pero no me está permitido corroborar o no esas historias. Creo que el asno tiene la misma prohibición.
¿Quiénes eran mis nuevos amos?
Un hombre joven. Una mujer más joven aún y un recién nacido.  ¿Quiénes eran? ¿Me  sería permitido conocer su verdad?
¿Qué puede un pobre perro ante los misterios divinos?, porque todo eso tenía que venir de Dios, ¿de quién más?
El burro era incapaz de satisfacer mi curiosidad.
Solo el niño me miraba, penetraba  hasta mis entrañas y sonreía. Entonces, yo sabía que él sabía y él sabía que yo entendía.
Al vernos llegar, la gente se maravillaba: por esa ruta no era conveniente viajar. Y nosotros viajamos. Casi nadie sale vivo de ahí. Y nosotros seguimos viviendo. No hay agua. Y a nosotros nos sobró.
El niño sonreía. La madre agachaba su cabeza. El padre veía el horizonte.
Seguro pensaban en el viaje que mil años antes habían hecho sus antepasados por estas mismas tierras en busca de la Tierra Prometida, con la esperanza de un improbable Mesías.
Nos quedamos en Leontópolis, donde Ptolomeo VI había eregido un templo judío. La comunidad hebrea de ahí era grande y próspera, así que la familia no tuvo problemas para adaptarse y conseguir trabajo. Además, a estas tierras no llegaba el poder de Herodes.
Tiempo después nos fuimos cerca de El Cairo, a Matarié.
Volviendo a la pareja, él era carpintero, según pude constatar. Ella, costurera y ama de casa. Entre ambos, se ganaban la vida fácilmente: los vecinos encargaban trabajos, grandes o pequeños, y eso permitía una decorosa subsistencia.
El niño jugueteaba, a veces conmigo, las más, con el asno. ¿Qué tenía el borrico de especial que yo no tuviera? Pero el niño lo prefería a él. Hacía pajaritos de barro y, ¡milagro de milagros!, los echaba a volar o recogía animales muertos y les devolvía la vida como si nada.
La madre veía y callaba.
Cuatro largos años vivimos en Egipto.
¿Qué puedo decir de El Cairo? Es una ciudad muy apta para perros. Cómo hay congéneres. Deambulan por aquí y por allá, se pelean, corren, ensucian, aúllan, ladran. Perros al fin.  Al fin perros, pero nunca me aceptaron entre sus pandillas. Quién sabe qué veían en mí, porque me aullaban, fieros, y me obligaban a marcharme.
Además, yo sabía que no me podía mezclar con ellos. Si intentaba un paso, el niño se quedaba mirándome y me obligaba a echarme a sus pies o, mejor dicho, a los pies del burro, que era el que llenaba todo el espacio.
Aquellos fueron días placenteros y únicos. Dije que mi ama era costurera. Mientras estuvo en Egipto, tejió una túnica  para su hijo, según me enteré, para cuando pudiera usarla, ya adulto. Y es curioso que el padre le enseñara al niño a hacer crucecitas de madera, que iba amontonando por las orillas de la casa, bajo la mirada triste e infinita de la madre.
Una tarde, se repitió la misma escena: un suave susurro, luces extrañas y la pareja que se apresta para abandonar las tierras egipcias.
Tenían que volver a su patria.
Esta vez, lo hicimos por mar, saliendo del puerto de Alejandría. Durante cuatro días, navegamos hasta Yamnia y de aquí a Nazaret, por el Monte Carmelo. La barcaza llevaba más animales que personas, lo que nos permitió un viaje relativamente cómodo,  pero bañado en olores enervantes.
En Nazaret, pasé días luminosos y espléndidos, viendo cómo el hombre trabajaba todo el día para tener listos los encargos e irlos a distribuir. Él no permitía que su esposa o su hijo salieran al mercado o a vender sus productos. Esta era una labor de él, y la cumplió perfectamente.
Una mañana, el asno no se levantó. Tenía su cabeza puesta en los regazos del jovencito y parecía como que soñaba. Me acerqué,  y el joven, acariciándome el lomo, disimuló las lágrimas que le salían.
Fue mi primer encuentro con la muerte. Y no sería el último.
Cuando el joven tenía 12 años, fue llevado al templo. Esta vez, yo no los acompañé. Me tocó quedarme en la casa cuidándola mientras ellos regresaban. Las herramientas, los enseres domésticos, la poca ropa y aquella túnica que un día el niño usaría con amor, porque le fue hecha con mucho amor, eso era lo que tenía que proteger. Lo hice con orgullo y valentía, pese a mi avanzadísima edad
Los padres regresaron y grande fue su sorpresa al percatarse de que el niño no venía con ninguno de ellos. Aquello fue terrible, pero qué serenidad de personas. Parecía como si ya esperaban todo lo que les sucedía.
Las congojas de ese día hicieron mella en el hombre, que quizá por tanto trabajar y desvelarse se fue apagando, poco a poco. Toda su vida había sido un roble, un varón como pocos, honrado, trabajador, justo, guardián de su casa y de su familia, pero ya le era llegada su hora.
Lo escuché rezarle al Arcángel Miguel para que lo acompañara en tan desconocido trance, y el hijo le musitó al oído: “Padre, no solo vendrá Miguel por ti: toda la corte celestial te espera, porque has sabido cuidar muy bien lo que se te encomendó. No tengas pena por mi madre, ella estará bien conmigo. La cuidaré como lo hacías tú y la llenaré de la gloria que merece. Cierra los ojos, padre, y verás el cielo abierto ante ti.”
El hombre, aún joven, fue cerrando sus ojos, y de nuevo la mano del niño sobre mi lomo, y las lágrimas que le cubrían las mejillas. Ella no lloraba. Estaba con sus ojos muy abiertos viviendo la gloria de aquel momento en que se le manifestaba como nunca en todo lo que la rodeaba.
Me eché y quise llorar. Pero salió un aullido tristísimo que llenó la casa de melancolía y zozobra.
Esa noche, pasaron ellos en oración junto al cadáver del hombre. A la mañana siguiente, cuando se suponía que iba a ser el funeral, el lecho estaba vacío. Solo un delicioso olor de flores extrañas invadía el ambiente.
Ya yo era un viejo. Un viejo perro medio renco, enclenque, sin dientes, la mirada turbia y perdida, pero siempre a la par de ellos dos.
A él, lo vi hacerse hombre, mientras estudiaba con ahínco los textos sagrados y se sentaba a los pies de su madre a contarle quién sabe qué, seguro a tratar de alegrarle la vida… a quien la vida le tenía preparado el mayor de los dolores.
Un día…Un día extraño y misterioso, él me llamó, se sentó en el suelo, puso mi cabeza en su regazo y me invitó dormir.
Un sueño oceánico me invadió y vi al asno correr hacia mí, montando a un hombre joven que sonreía y me llamaba. Entonces comprendí. Todo lo comprendí y me quedé dormido.